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Desde que el terrorismo es acción política -mucho más eficaz en no pocos casos que la acción diplomática-, cuando día a día se consuman “operaciones de ésta índole” aquí y allí, en todos los continentes, yo me pregunto cómo es todavía posible que gentes a las que se le asigna, en principio, una “buena intención” persistan en su propósito de calificar de nefanda y de opresora la decidida política enérgica que, en defensa del Estado, mantienen aún unos pocos países -realmente pocos- gallardamente dispuestos a no dejarse intimidar por la sistematizada y organizada “dinámica del crimen”.
Menuda dinámica y menuda dialéctica. Su perversidad salta a la vista, pero, sin embargo, las innumerables muertes que provoca no han movilizado todavía en unánime repulsión a las masas, a los partidos políticos, a los sindicatos. Más bien se espera a que un país digno promulgue una ley antiterrorista -y este fue sin eufemismos el caso de España- para que esas movilizaciones se lleven a efecto. No es lo más extraño que los terroristas se enfaden con las leyes anti-terroristas; es muy natural. Lo que asombra -y no debiera asombrar porque ya, desde siglos, está dicho en la Escritura que “es infinito el número de los necios”- es que personas con fama de honradez y aplaudidas como inteligentes hagan bascas y se escandalicen, apabulladas por sus puritanismos demócratas, ante las penas que sufren en las cárceles personas de cerca o de lejos implicadas en las repugnantes acciones terroristas.
Un generosos indulto del Rey ha dado recientemente en nuestro país la libertad a decenas de individuos apresados por delitos políticos. La gracia concedida por Su Majestad ha sido muy bien acogida y aplaudida por los españoles, en la esperanza de que la excelente medida sirva a un mejor entendimiento y comprensión de todos para todos. No obstante no hay que hacerse demasiadas ilusiones porque siempre quedan quienes estiman cicatero el indulto y hasta encuentran odiosa la palabra perdón, propugnando una “amplia amnistía” y un “aquí no ha pasado nada”. Aún esos ingenuos -o lo que sean- beatos de la liberalización -liberalización ¿de qué?- y de la Democracia -¿qué democracia?- continúan en su acción “roedora” de las vigas maestras que sostienen el edificio del Estado.
Y no nos andemos con generalidades. Esa acción “roedora” que muchos detectamos y denunciamos, consiste sencillamente en que tales ingenuos -con candor o con mala uva, elijan ustedes lo que crean- nos inundan cada día con una guerra de palabras (libertad, partidos, plena participación, cambio, transición) inocentes o dignas de encomio de por sí, pero que tras su normal significación esconden algunas veces una intención más que sospechosa.
Mucho énfasis se pone en la proclamación de conceptos agrupados en torno a la entronización del Pueblo. Pero no hay Pueblo sin Estado. Sin Estado fuerte no hay Pueblo sino individuos. Y no puede confundirse, no es honrado hacerlo, la fortaleza del Estado -que naturalmente repercute en el bienestar del pueblo- con la “opresión” del Estado. A la vista del panorama internacional, ya no es posible ignorar que el terrorismo en progresión cada vez más acelerada intenta -y de la manera más antidemocrática que cabe imaginar- instaurar en el poder no una política basada en ideales, sino un despotismo aupado a hombros del impudor, del cinismo y de la sangre. Y entonces -a mi juicio- peca por lo menos de cándida toda aquella persona que pone peros y cortapisas, o sutil y malévolamente crítica, a la vigorosa acción, plena de certidumbres y clarísima de propósitos, emprendida por un Estado celoso del orden, la justicia y de la libertad libre de sus ciudadanos.
No es redundancia lo que acabo de escribir: libertad libre. Lo he hecho de propósito. Porque creo que hoy, en todas partes -y en España también- la libertad está adulterada. Con métodos, más o menos suasivos, se trata de imponer desde afuera una libertad que, a lo mejor, luego va a resultar todo lo contrario que una libertad. Ya la misma obsesión martilleante de la palabra es “escasamente”. Quien es libre lo es naturalmente, sin tratamientos artificiosos. Quien de verdad es libre sabe que la libertad es algo que brota del interior, que se forma dentro; es decir, conoce que no se trata de una ortopedia, sino de un crecimiento. Crecimiento de la personalidad. Por lo visto, Europa ha “recetado” recientemente a España un tratamiento de libertad a todo pasto, a base de “inyectables”, de jeringazos, de preparados de “antropo-liberal-democraticina”. ¿Qué es eso, señor? ¿No habrá que replicar a tales médicos que nos creen pre-agónicos, con aquello de “Me dice, cura, te ipsun”? A Holanda, tan celosa del bienestar de España, tan recetadora, habrá que advertírselo, habrá que gritárselo: ¡”Cúrate a ti misma!”.
Frente al fetichismo democratizador en que intentan envolvernos, yo encuentro una sensatez insólita y valiente en las palabras que acabo de leer, pronunciadas por Gonzalo Fernández de la Mora, el más intelectual, hoy por hoy -en mi opinión- de nuestros políticos. Ha dicho: “La democracia no es un ideal absoluto y los postulados doctrinarios en que se apoya son falsos, porque no existe el bien político de todos, ni la voluntad general, ni ésta es expresable, por lo cual el “Gobierno del Pueblo” es una expresión retórica”.
Desde siempre yo estoy seguro -y yo viví ya la experiencia-; el bien del pueblo, cuando existe, se derrumba, viene a tierra, con el llamado “Gobierno del Pueblo”. Quien quiera que intentare convencerme de lo contrario, perdería el tiempo.
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