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Los chiquillos, al salir de la escuela, se han puesto a jugar a las bolas. Ahora -recuerda, lector, tus tiempos de niño- es el mes de las bolas. Es en la época de otoño cuando este juego tan primitivo y tan ingenuo alcanza su máximo apogeo. Se marca un triángulo en la arena, se pone una bola en cada vértice, se prepara el "bolillo", se tira, y un niño dice a otro: "Limpio". Y el otro contesta agresivo: "Sucio". Y se arma la discusión.
No os riáis de lo que voy a decir. A mi me gusta ver jugar a las bolas, porque veo en esta distracción de los chiquillos algo así como una "constante histórica", un signo de perennidad. Todo cambia en torno, toda varía, todo se altera. Oímos a los viejos contar las costumbres de sus años mozos, tan distintas de las actuales. Nosotros mismos constatamos la diferencia que va de ayer a hoy, reflexionamos cuan distinta era la vida que nos ambientaba cuando éramos niños. Cambian las ideas, las modas, los regímenes políticos, la fisonomía del pueblo en que vivimos; sufre alteración el precio de las cosas. Se modifica incluso, la terminología con que designamos algunos objetos usuales...
Pues bien. Mientras varían las cosas transcendentes, mientras evolucionan los aspectos que parecen más estables, vemos también cómo perviven, inalterables, sin adherencias circunstanciales de tiempo o de lugar, las cosas mínimas, caprichosas, las cosas que -como los juegos de los niños- pertenecen enteramente al campo de lo arbitrario, de lo nimio, de lo banal.
¿Cuánto diréis que cuestan ahora las bolas?. Pues exactamente lo mismo que valían en mis catorce años: seis bolas, una "gorda". El mercado negro, hasta la fecha, no ha tenido nada que hacer aquí. Hasta las llamadas "cristalas" o las "cementas" -bolas jerárquicas, con prestigio de abolengo- se cotizan igualmente, en los buenos tiempos del nieto, como se cotizaban antaño, en los buenos tiempos del abuelo. Porque ahí donde lo veis, sentado, casi sin poder moverse de su sillón, también el abuelito discutió un día sobre si era "blanco" o "sucio", después de apuntar con singular tino al triángulo marcado en la arena, con una bola en cada vértice...
Los chiquillos de ahora, no visten de la misma manera que vestía el abuelito; ni siquiera de la misma manera que vestía su papá. Ni las mismas telas, ni la misma confección. Fijaos sin embargo en la bolsita que llevan para guardar las bolas. ¿)No es exactamente igual a la que teníamos nosotros? )No parece la misma? El abuelito no jugaba al fútbol y el nieto sí; al abuelito le pegaban en la escuela con palmeta (con lo formalito que parece ahora...) y al nieto, no; el abuelito se iba a hacer "guerrillas"los jueves, y el nieto, los jueves, se va al cine. Pero, igual que el papá y que el abuelito, apunta el niño al triángulo, en la misma postura, con idénticos gestos.
¿Quién legisla este juego de las bolas?. ¿Quién inventó su terminología? ¿Quién reglamentó estas normas inflexibles? ¿Quién sugirió estos ritos casi perdurables? Nosotros, los hombres, las "personas mayores", damos las órdenes y las prohibiciones, dictaminamos sobre las modas y peroramos sobre las costumbres; ponemos reglas a la política, precio a los valores, nombre a las cosas. Pero las órdenes se quebrantan y el tiempo hace caso omiso de las prohibiciones; las modas se gastan y las costumbres se acaban; la política gira; suben, bajan, vuelven a subir los valores, se marchitan.
¿Es todo efímero? Sí, todo lo que hacemos parece efímero. Pero, quizás para confundir la soberbia de los hombres, Dios hace que permanezcan inalterables las cosas sencillas, las cosas ingenuas, las cosas humildes, al par que se desmorona el granito de las edificaciones ambiciosas.
Por eso decía al principio que el juego de bolas -igual que tantos otros juegos infantiles- es algo así como una "constante histórica". El hecho de que las bolas sigan vendiéndose "a seis la perra gorda" como hace veinte, como hace treinta años,¿no es un maravilloso ejemplo digno de imitar?. (¡Ah, si el jamón siguiera vendiéndose también como hace veinte, como hace treinta, como hace cuarenta años...!).
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