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No hay que negar que la Iglesia-institución tiene, hoy, sus oponentes aun —cosa rara y en verdad sorprendente— dentro de la misma Iglesia. Uno cree que el proyecto de «Ley de Constitución de la Iglesia» que Su Santidad, Pablo VI, ha dado a conocer a los obispos para su dictamen, puede, al fin, reportar el inmenso beneficio de que todos cuantos constituimos el «pueblo de Dios» sepamos a qué atenernos respecto a numerosas cuestiones, principios y usos que, discutidos por unos, afirmados por otros, negados por no pocos y dudados por los más, constituyen la urdimbre y, por así decirlo, la vertebración de nuestra religiosidad. No puede la Iglesia vivir sin una Constitución que aclare ideas, promulgue leyes y hasta sancione cuando sea preciso— aprobando o reprobando— opiniones, doctrina y costumbres. O, ¿es que vamos a una Iglesia desmedulada, amorfa, inorgánica, descalcificada (valga la palabra) en que una especie de flexibilidad cartilaginosa acabe con lo que siempre fue su figura?
No escribe uno a humo de pajas. Y además uno —seglar que hace uso de sus propias prerrogativas, puesto que, mil veces se nos ha dicho, los seglares también somos Iglesia— tiene derecho a este respecto a diferir incluso de altas personalidades eclesiásticas aunque se trate de teólogos actuales de convenido prestigio. (A lo que ningún católico tiene pleno derecho, estima uno, es a objetar de una manera diríamos que sistemática la doctrina pontificia, aunque el objetante esté investido de alta dignidad.) Pues bien, el simple proyecto de «ley fundamental de la Iglesia» ha levantado polvareda en el sector llamado progresista de la Iglesia. (Yo no tengo miedo ninguno de declararlo: no me gusta nada el «progresismo católico» y vaya esto por delante.) Se ha dicho que la Ley no es «necesaria ni oportuna» y que su texto realza demasiado el carácter monárquico de la Institución fundada por Cristo. Pero, ¿de dónde acá el afán de la democracia en la Iglesia? ¿Dónde nos va a llevar ese flojo mimetismo que —estoy seguro— no es cosa que se forja en el seno del mismo pueblo, sino en ciertas sacristías? Se acusa de «jurídico» al texto. Y ¿cómo va una ley a llamarse ley si no es jurídica? Lo que sucede es, simplemente, que no se quiere Ley. Ingenuamente, altas testas piensan con excelente intención quizás, pero con deplorable error, que el «carisma profético» es para la Iglesia el auténtico protagonista. ¿No dijo la democracia que «cada hombre un voto»?
Pues ahí están los nuevos doctores a punto de proclamar —por lo menos a punto de pensar—: «Cada hombre un carisma». Siempre hubo carismas, porque el Espíritu —ciertamente— sopla donde quiere. Lo que no es probable es que el Espíritu Santo sople al mismo tiempo en todas las direcciones imaginables. Lo lógico, lo prudente, es pensar que cuando los vientos son contrarios no cabe hacer una «resultante» de los vientos o una «media» de los vientos. No creemos que el Espíritu Santo, para soplar, consulte antes a las estadísticas.
Lo razonable entre tanta pululación de carismas proféticos —auténticos probablemente muchos, pero seguramente puro camelo otros— es articular la Verdad evangélica, ordenarla, interpretarla y aplicarla, tarea ésta encomendada siempre al Magisterio eclesial. Si dejamos el Evangelio para que cada uno —y perdón por la expresión— lo picotee a su gusto, para guisarlo luego a su gusto...; si pedanteando más de la cuenta a costa del pluralismo, mellamos la sabia arquitectura jerárquica; si optamos por brindar los caminos al Espíritu Santo, si pronosticamos su ruta al Espíritu Santo cuando es el Espíritu Santo quien abre todos los senderos..., la anarquía va a sentar sus reales en el solar mismo de la Verdad. Pero esto no sucederá, porque «así no se juega». Una «Ley fundamental de la Iglesia» es imprescindible, a despecho de todo el ultra-progresismo militante.
Pero de Francia, como en tantas otras ocasiones, nos viene el juicio razonable. Generalmente, los católicos franceses están ya de vuelta de mil utopías hacia las que se afanan ahora en carrera contra reloj —hay que lamentarlo— no pocos clérigos españoles. Digo que de Francia nos llega ahora un criterio razonabilísimo, cartesiano. Nos viene —a propósito de la Ley Fundamental de la Iglesia— del cardenal Danielou. Ha denunciado el cardenal Danielou que «sospechosos profetismos hayan pretendido ser la libertad de espíritu; en una época —añade— en que el drama de Occidente es la impotencia de la libertad para conseguir una disciplina, es en todo caso, contrario al Evangelio que los cristianos se conviertan en la Iglesia en cómplices de la anarquía moral y de la subversión institucional». Son estas palabras de Danielou —francés, nada holandés— dignas de pensarse, meditarse y comentarse.
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