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"Nuestro negocio —escribía Tomás de Kempis— es hacernos más fuertes que nosotros mismos." (¿Hay, hoy, que pedir perdón por recordar a Tomás de Kempis? En plena desintegración del ascetismo, Tomás de Kempis, lo reconozco, es inoportuno. Uno sigue creyendo, sin embargo, que después del Evangelio, apenas existe otro libro cristiano más radical, más profundo, más definitorio y, por supuesto, de más belleza literaria. La belleza literaria, creo, consiste en un máximo de expresividad en un mínimo de retórica...)
Si nuestro negocio, pues, es hacernos más fuertes que nosotros mismos, el programa cristiano, enamorado de lo difícil, se presenta —cuando se presenta en su neta pureza—, como una plasmación del mejor heroísmo. Con frecuencia ignoramos que ser cristiano implica la mayor de las aventuras, porque el ser del cristiano rebasa por los cuatro costados al ser estrictamente natural del hombre. Apenas nacemos, viene el Bautismo como para explicarnos que el nacimiento natural, ante Dios, tiene poco valor. Hay que nacer de nuevo —y por tanto morir para nacer de nuevo— y eso es el Bautismo. Jesús lo dijo bien claro a Nicodemo. Pero aún el cristiano, incorporado a Cristo por el Bautismo, necesita de más subvenciones sobrenaturales, de más ayudas. La Confirmación le fortalece, le arma caballero de la Fe. La Comunión le asimila en contacto incluso material con Dios. La Penitencia le cura las llagas que el peregrinar le infringe... ¿Todo esto para qué? ¿Por qué los Sacramentos? Para hacernos más fuertes que nosotros mismos.
Por nosotros mismos, podemos bien poco. Es elemental enseñanza, cardinal fundamento, de nuestra fe que el hombre natural sufre cuantiosas averías. Ningún optimismo roussoniano y, menos aún, ningún optimismo pelagiano, y menos aún ningún optimismo post-conciliar, puede hacer como si el pecado no existiese. ¿Cómo vamos a darle de lado a la triste existencia —y experiencia— del pecado si precisamente la Encarnación no tuvo otro objeto que la Redención, y la Redención no se efectuó sino para salvarnos del pecado? Entonces, humildemente, hay que partir del hecho de que tenemos que hacernos más fuertes que nosotros mismos, es decir, más fuertes que nuestros instintos naturales, más briosos que nuestras pasiones, más altos que nuestra carne, más poderosos que nuestro egoísmo. ¿Cómo será esto posible?, se pregunta el hombre natural. Y el hombre natural abdica, el hombre natural exclama: Es imposible.
¿Imposible? Sí, imposible desde la perspectiva del hombre natural. Ahora bien; si nos confesamos cristianos, si sabemos que los Sacramentos suplementan la escasez de nuestras fuerzas, si creemos en la Gracia, ya no podemos pronunciar la palabra "imposible". Entonces ya, tenemos que armarnos con la "nueva vida" que el auxilio sobrenatural nos comunica. Y nos vemos obligados a luchar. Y a esperar luchando. Porque milicia es la vida del hombre sobre la tierra. Milicia, aventura, llena de peligros y de bellezas. ¿Cómo Sartre es capaz de decir que la fe cristiana es como una almohada para descansar? Al contrario. La fe cristiana es una bandera que nos fuerza al combate, al diario esfuerzo, a la constante superación, a lograrnos —como quiere Kempis— más fuertes que nosotros mismos. Pero la esperanza de lograrnos superiores a nuestras fuerzas nos la alcanza la "motorización" —por emplear una palabra muy del día— de la Gracia.
Esto y nada menos que esto es la ascética cristiana. Ninguna técnica de adaptacionismo o de transigencia con el mundo actual puede suprimirla. Está claro que quienes —por ejemplo— estiman como razón para desentenderse de cualquier constante fidelidad en el matrimonio o en el celibato, el hecho de que supera las humanas fuerzas, están abdicando de su cristianismo. Porque el cristianismo implica el conocimiento de que sobre las humanas fuerzas están las divinas fuerzas que la Gracia de Cristo otorga. Y así en todo lo demás. El Cristianismo es eso. O se toma o se deja.
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