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DEVOCIONES

Juan Pasquau Guerrero

en Revista «Así». 28 de junio de 1970. Primero conocer...

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¿Hay devociones antiguas y devociones modernas? Existía no hace mu­chos años una prolijidad devota, sobre todo en las mujeres; había señoras de las que hubiera podido decirse: "Profesión, sus devociones". Novenarios, trisagios, jubileos, trece martes, primeros viernes, primeros sábados... cons­tituían un nutrido programa, avalado de escapularios, medallas y hábitos, para ancho despliegue, en bastantes casos, de la "beatería". Se abusó, cier­tamente, de las devociones mientras la auténtica devoción desfallecía raquítica. En sí, no obstante, las devociones fueron como retablos barrocos en el Cuerpo Místico. No puede decirse que fuesen nocivas. De hecho, eran una ayuda para la piedad. Pero, con frecuencia, ayuda mal invertida, particularista y no del todo litúrgica.

La crítica de las devociones, no puede hacerse sino desde una perspectiva de devoción. Las nuevas corrientes litúrgicas han efectuado una labor depu­radora de la piedad y han arquitecturado un programa básico, por así decirlo, del culto divino. Han prevalecido en esta reforma las líneas maestras sobre los arrequives retóricos, sobre los usos congelados, sobre las prácticas sin savia. Esto es estimulante. Esto es provechoso. Todo el mundo sabe que pueden seguir celebrándose novenarios y triduos; pero que tales prácticas en el fondo son puro añadido —por muy valioso que sea el añadido— al acto de culto central, absolutamente trascendente, que es la misa. ¿Quién puede negar, pues, que hemos progresado en el concepto de la devoción?

Pero sucede que hay quienes al aceptar los básicos esquemas de la Liturgia, de la nueva Liturgia, la desean tan nueva que la despulpan. En las prácticas piadosas tiene un enorme valor la interna disposición espiritual del practicante. La actitud subjetiva cuenta enormemente en el momento de valorar una devoción. Y esto falla en muchas ocasiones ahora. Y no por efecto de la nueva Liturgia, sino como consecuencia de un aminora-miento, de una mengua, de la piedad interna de las gentes. ¿No hay per­sonas que, ahora, no obstante las reformas, asisten a misa con "espíritu crítico", personas que ironizan sobre tal o cual anacronismo de la celebra­ción, que descuidan en cambio ostensiblemente la postura interna de humil­dad y de plegaria, indispensable en todo acto de culto? ¿No hay, inclusive, individuos que desearían que el carácter de asamblea eclesial que tiene la Eucaristía, se trocara en parlamento abierto? De otra parte, muchos, más o menos inconscientemente, quisieran relegar en el culto el carácter de pura adoración, lo latréutico, en aras de no sé qué urgencias y funcionalismos...

Uno estima que lo verdaderamente urgente ahora es inyectar fervor, intimismo, fuerza, en la Piedad y en la Liturgia, desprovistas afortunada­mente de adherencias superfluas. Hay que considerar que no se suprime un retablo para colocar otro más prolijo. Si estorbaban las escayolas de la vieja cornucopia de la piedad, no podemos incurrir en el error de creer que las hemos obviado al pintar de rojo o amarillo lo que antes estaba pintado de rosa o azul. La autenticidad pide en cualquier caso una pureza de inten­ción en todos los actos piadosos. Y una simplificación siempre que sea oportuna; no en absoluto. (Ciertos esplendores litúrgicos, ciertos acompañamientos —el órgano, el incienso, las campanas— serán, a mi entender, con­venientísimos siempre, ya que aportan una nota de belleza al culto divino.)

Pienso todas estas cosas ahora que se celebra el mes del Sagrado Co­razón de Jesús, devoción hipertrofiada hace unos años; devoción que nunca cuidó por así decirlo su línea —quiero decir su estética—; devoción finchada de procesiones, escapularios, novenas y detentes... Pero en una pendulación absurda, casi acabamos de pasar al extremo contrario. ¿Quién propugna hoy la devoción al Sagrado Corazón de Jesús? Pero esto es inconcebible. Urgía depurar aquella devoción de sus adherencias —y sobre todo de sus imagine­rías—; pero urge igualmente conservarla en su genuino sentido. El Corazón de Jesús es el símbolo del Amor de Cristo. La vigencia de esta devoción, pues, lejos de declinar, debe fomentarse más cada día.