|
La Eucaristía es el centro de la liturgia católica. Pero, además, es el vértice en el que confluyen, de una parte, el verticalismo religioso —plasmación de un anhelo de Dios que encuentra en la Gracia que de Él desciende una pura correspondencia— y, de otra, el horizontalismo proyectado hacia la comunidad cristiana. Comulgar significa esencialmente una unión con Cristo; pero El quiere que esta unión se haga a través de la comunidad y no de forma estrictamente individual. En la Eucaristía nos incorporamos en amor a Dios, diríase que en bloque. Parece que, en rigor, no cabría decir yo comulgo, sino nosotros comulgamos. De tal forma que el trato íntimo con Cristo que la Eucaristía entraña, no puede interpretarse como una visita privada, sino más bien una audiencia. Y en esta audiencia, en la que El nos obsequia con su propio Cuerpo y con su propia Sangre, es imposible desconocer a los demás oyentes, a los demás comulgantes. Para el hombre, el prójimo jamás es un desconocido. Si es próximo no nos puede ser ajeno. Mucho menos, si el prójimo es cristiano. De ahí que cualquier proyección vertical de amor a Dios se invalida si no va acompañada de una convicción y, a ser posible, de un auténtico fervor hacia los demás hombres. De ahí que el sacramento eucarístico tenga la doble función de fomentar los lazos religiosos y los fraternos. Imposible una piedad hacia Cristo en esa especie de "espléndido aislamiento" —"Oh, Señor mío y Amor mío"— de ciertas fórmulas antiguas. Dios no es "mío" ni "tuyo", no podemos irrogarnos con respecto a El una propiedad, sino "nuestro". Bien lo expresa la oración que el mismo Señor nos enseña: "Padre nuestro, que estás en los cielos".
Sin embargo —ello es obvio— la celebración eucarística no es un acto de camaradería humana que preside Cristo. Es mucho más. Es mucho más, infinitamente más, porque en ella late nada menos que un Misterio. Lo Sobrenatural cierne su prestigio y su aura, su fuerza y su eficacia, más allá de lo natural. Porque no es que El se haga pan y vino para en pan y vino quedarse. Es el contrario; es que el pan y el vino se trasustancian y tras sus accidentes. Dios se hace presente. Y, entonces, nuestra actitud ante Dios no puede ser sino de elevación, de adoración, en interna postura de amor y en postura externa de veneración. Lo demás sería frivolizar el Misterio. Y si blasfemar del Misterio es odioso, frivolizarlo es inadmisible. La Eucaristía —Milagro de Dios para el hombre— no es pura confraternación humana, sino participación divina en lo humano, al par que participación humana en divino. Pero, a mayor abundamiento, esta comunicación, esta unión, necesita de un puente previo, necesita del sacerdote. Porque el sacerdote, en la celebración eucarística, asume, por designio divino, no por convencionalismo humano, la función del único mediador: Cristo.
No todo el pueblo cristiano, a quien llega viciada la onda de las innovaciones litúrgicas, conoce profundamente con la fidelidad que debiera, con la exactitud que debiera, el significado de la celebración Eucarística. Hay quienes se quedan cortos, asignando a la Comunión un verticalismo exclusivo, exento de confluencias humanas. Y hay también, por desgracia, quienes empiezan a estimar que la Eucaristía va a convertirse alguna vez en un poner los manteles para la degustación exquisita de los mejores humanismos. Si se considera que en el Banquete Eucarístico Dios no es el invitado al que se reserva un sitio vacío, sino el Protagonista de la escena, toda desacralización ("por pequeña que resulte) parece, a mi entender, inadecuada.
Por eso el "Tantum ergo" no puede pasar de moda, no puede periclitar. Quiero decir que la Eucaristía no puede prescindir de su función himnaria de alabanza a Dios, para ceñirse a un cometido único de "servicio". ¿Quién ha dicho o escrito eso, decís? Pues sí; parece que alguien lo ha escrito ya. Alguien, por supuesto, que ni tiene función magisterial ni teológica.
|