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Pablo VI, en una alocución memorable, señaló la necesidad de que en el Catolicismo persista el "sabor de la sal". Aludía a aquellas palabras de Cristo a los apóstoles: "Vosotros sois la sal del mundo". ¿No es el mundo, si en él se prescinde de lo religioso, una especie de "mar cerrado", proclive a la corrupción y a la extinción misma? La sal preserva las cosas, les impide su degradación. Pero, ¿a qué sal se refiere el Señor cuando habla a sus discípulos? A la de lo sobrenatural, a la de la Gracia divina.
El sacerdocio es, precisamente, la institución que garantiza la sal hasta el fin. No entiende bien la naturaleza del sacerdote, quien lo confunde con un cristiano distinguido. Es mucho más que eso. Es, ante todo, el ministro de Dios, esto es, el tesoro de la sal. Vehículo de todos los sacramentos, canaliza al administrarlos la ayuda de lo alto. Porque esa Subvención maravillosa que es la Gracia, opera mediante él como medio normal. Junto a eso, el sacerdocio tiene una misión pastoral que se plasma en un darse a los demás en vínculos de caridad y afecto: es su holocausto, altamente significativo, en un mundo de egoísmo en que cada hombre tiende a erigirse su propio altar. Incluso tiene el sacerdote, además, una misión "profética" y, si se quiere acusadora frente a la inmoralidad donde quiera que la inmoralidad se dé. Sin embargo, todo está supeditado en él a su cometido de ministro del Señor, administrador de Sacramentos, si bien no puede de ninguna manera entenderse que el administrador de sacramentos es un funcionario más. Precisamente tal función, por la alta y sublime, crea automáticamente en él la obligación ineludible del amor al prójimo en Dios y a Dios en el prójimo.
Lo sublime del sacerdocio demanda, por tanto, una vocación acendrada, una vocación de enorme generosidad. Pero, precisamente, lo difícil del sacerdocio constituye su mejor estímulo. Yo no creo que disminuyan las vocaciones por el hecho de que la vida sacerdotal sea tremendamente sacrificada. Corazones dispuestos al heroísmo no faltan nunca. Más bien estimo que es quitando hierro al sacerdocio, disminuyendo sus obligaciones —la del celibato incluida—, como se consigue (se mal-consigue) que cada día sean menos los candidatos. Ejemplos no faltan, están a la vista. Pero nuestro tiempo es antiheroico; parece que se afana en un conformismo universal y que sólo aspira a un nivel medio de inteligencia, a un nivel medio de santidad, a un nivel medio de valentía. Se quiere una santidad sin salir de casa, de nuestros habituales usos. Se preconiza una vida de que todo se abarate: el esfuerzo personal también...
Y aquí radica, a mi juicio, el gran inconveniente. ¿Cómo podría seducir a nadie un sacerdocio aguado, enteramente securalizado con virtudes comunes, pero quizás sin virtudes específicas? Los jóvenes aman lo grande, lo dificultoso, lo que cuesta. Los jóvenes, pues, aceptarán el sacerdocio cuando éste exija el cumplimiento de un programa más bien maximalista. Muchos, ciertamente, perecerían en la demanda, pero otros llegarían hasta el fin. Ahora bien, cuando el sacerdocio no ofrezca difíciles escaladas y empinadas cuestas, cuando no se presente como cometido más bien heroico, perderá su sugestión y su atractivo. Y será raro quien así quiera ser cura... ¿Por qué la juventud de hoy se hace menos religiosa? Entre otras cosas porque en la vida de los cristianos no encuentra sino adocenamiento y vulgaridad, salvo excepciones. Entonces, la manera de atraer a los jóvenes a Cristo no es la condescendencia, la malsana adaptación, el acomodamiento de la Verdad a nuestros enmohecidos usos. Al contrario; el sacerdocio entendido como maximalismo cristiano, como Legión de esforzados, como fermento apostólico, es la auténtica "sal del mundo". Es eso lo que en el fondo quieren muchos jóvenes: altura de miras y genuinidad. Los jóvenes, ¿no desean otro mundo? Cuando el sacerdocio se presente en su vigoroso carácter, cuando en lugar de podar o recortar su cometido se ofrezca sin ocultar su fondo y sin escamotear su estilo, es más que probable que vuelva a ser centro e imán de las almas grandes.
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