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El acto de fe es complejo. Nada más erróneo que considerar la fe como una estricta creencia. No puede estimársela como un "elemento". No es un "cuerpo simple" la fe, sino un valor conjugado; es decir, se compone de varios factores y tiene, desde luego, su materia y su forma. Por supuesto, su forma es la moción sobrenatural —la Gracia— que la vivifica. Pero esta moción exige su correspondencia material: los motivos de credibilidad. Ya que la fe, para ser completa, habrá de ser razonable. En última instancia, ella termina de completarse, de hacerse, con la libre determinación; tal es el "obsequio", que dice el Catecismo. La fe, en efecto, es el obsequio de nuestra voluntad a las verdades reveladas.
Pero cuando se quiere que la fe sea, ante todo y del todo, razonable, surge el llamado racionalismo religioso del que —hay que decirlo— no nos hallamos exentos actualmente. Ciertamente, la fe se apoya en motivos de credibilidad —"preambula fide", escribía Santo Tomás—, pero estos motivos no son, repitámoslo, evidentes; están como velados y estorbados. Contrariamente, cuando se desprecian en absoluto los motivos de credibilidad y se adopta la fe porque sí, estimando que ella pertenece a otro orden y que cualquier tangencia suya con la razón es rebuscada e inválida, surge el fideísmo. (Racionalismo y fideísmo, dos extremismos igualmente distantes de la auténtica actitud ortodoxa.) De otra parte, la sobrenaturalidad de la fe no es de efecto fatal, sino que la libertad sigue en juego. Así es que la fe supone —como recalca Charles Moeller— "un asenso de la voluntad, un don de Dios y un motivo razonable".
Acertaríamos, pues, si la considerásemos como una síntesis. Diríamos que su proceso tiene una analogía con otros procesos estrictamente naturales. El de la síntesis de la materia orgánica, por ejemplo. Descompuesto el gas carbónico por obra de la clorofila, se verifica una maravilla cuyo último secreto no ha sido aún captado por la ciencia... Pues bien, en un plano sobrenatural, ocurre algo parecido con la fe. La Gracia es una "clorofila" que eleva a la razón y la transforma hasta obtener la síntesis de la fe. Aunque, claro está, la función clorofílica es un determinismo biológico y el acto de fe implica un factor de libertad. Imaginemos unas plantas libres de ejercer o no la síntesis de la materia orgánica. Esto, analógicamente —y para entendernos de alguna manera, sería el acto de fe. Síntesis de razón y Gracia, pero voluntariamente aceptada. Así es que lógica y razón suministran "materia" para la función sobrenatural. Luego, la Gracia interviene y ya, entonces, queda nada más la decisión libre del albedrío para que el "misterio" se consume.
¿Escribimos fútilmente al expresarnos así? Claro está que usamos argumentos analógicos, pero de ninguna manera equívocos. Están permitidos. En cualquier caso, empleándolos, jugaríamos con las mismas cartas que los adversarios de la fe. Realmente los tales, en la mayoría de los casos, ¿no proceden por metáforas? Eso, filosóficamente, es quizá más grave. Sin embargo, de Platón a Sartre —pasando por Ortega y Gasset— ¡cuántas imágenes más o menos poéticas han sido convertidas —falsamente convertidas—, por sus epígonos, en verdades apodícticas!
En fin, la función clorofílica, en un orden puramente natural, es misteriosa. No puede negarse que —"mutatis mutandi"— el proceso constructivo de la fe ofrece una marcada semejanza con el proceso de la síntesis orgánica. Quede al menos esto: la Fe es una síntesis de razón, libertad y Gracia.
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