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Basta dar una ojeada a la historia de la Iglesia para observar que su curva no presenta los rasgos de una nítida parábola de esas que concibe primero "in mente" el matemático y luego se traza airosamente con auxilio del compás. Ninguna historia —la de la Iglesia tampoco— es previsible, ni constituye nada parecido a una lección de dibujo. Como institución encamada, la Iglesia, constituida por los hombres, avanza siempre, pero siempre con dificultades. "A trancas y barrancas", como suele decirse. No es nuevo que la Iglesia, dentro de sí misma encuentre sus peligros mayores. ¿Acaso en alguna ocasión su camino fue un sendero de rosas? No una calzada real, sino una simple vereda —o peor, un desfiladero— ha constituido frecuentemente el "suelo" y la "pista" de la Iglesia. De otra parte, siendo ella piedra —reducto inconmovible de verdades intocables— es, también, árbol, savia viva no contenible en un perfil estático e inmóvil. Este doble carácter —piedra y árbol— determina de un lado su eternidad y de otro su historicidad. ¿Quién dictamina qué cosas pertenecen a su índole de piedra y qué otras a su carácter de árbol? ¿Qué razones en la Iglesia son imperecederas y cuáles son relativas? Los zigzagueos, las perplejidades, las zozobras en que abunda su historia son consecuencia de las deformaciones de doctrina —es decir, de las herejías— que obligaron siempre al magisterio eclesial a tomar el timón y a adoptar el rumbo preciso. Ahora bien, tales deformaciones doctrinales casi siempre tuvieron su origen en un "quid pro quo", en una tergiversación, en una confusión de planos. Ocasiones hubo en que calidades históricas —meramente históricas y como tales relativas— quisieron eternizarse en la Iglesia: es el fenómeno tradicionalista de que se abusó no poco. Y como contrapartida, ocasiones existieron en que se pretendió meteorizar la "roca", es decir, asignar una fluencia histórica a lo permanente, relativizando el dogma y desmedulando los fundamentos. Apenas surgido el cristianismo, ya el arrianismo —y cerca de él el gnosticismo— constituyen el primer progresismo organizado que pugna por dotar a la Iglesia de nuevos presupuestos doctrinales, sin darse cuenta de que la Iglesia puede cambiar su misma fachada, pero nunca puede prescindir de sus cimientos. Naturalmente, el cimiento de la Iglesia es roca: no puede asentarse, no arraiga en versátiles subjetivismos más o menos históricos, más o menos vegetales. Otras veces —la ocasión jansenista es un ejemplo— hubo espíritus que, al contrario, quisieron perpetuar, mineralizar en la Iglesia rasgos externos, vegetaciones supletorias, haciendo del árbol piedra.
No nos entenderemos claramente mientras definitivamente no comprendamos unos y otros la ambivalencia de la Iglesia, divina y humana, obra espiritual por encima del tiempo y obra en cada tiempo encarnada. Pero no se puede dejar al arbitrio de cada cristiano —por muy carismático que se estime— determinar qué verdades pertenecen en la Iglesia a la Piedra y qué usos hay que asignar al Árbol. En nuestro tiempo, piedra y árbol se enredan lamentablemente. Son ya pocos quienes saben distinguirlos. Y, precisamente, la confusión aumenta cuando cada cual se erige en definidor. De ahí que ahora, como antes, como siempre, la apelación al Magisterio es incuestionable. Lo de la "democratización de la Iglesia" puede pasar, si gusta la palabra, como adorno estilístico inevitable. Pero si se toma la palabra en serio, la "democratización de la Iglesia constituye un ataque a fondo al cimiento de la misma.
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