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Por supuesto, el Catolicismo no es una religión para los hombres que pasan de cuarenta. Tampoco está dedicado a los que no llegan a esa edad. El Catolicismo no pertenece a los maduros en exclusiva, ni a los jóvenes en exclusiva. Se trata, de una religión para todos: lo mismo para el anciano que chochea, que para el jovencito que gallea. Igual para el niño que se prepara a la Primera Comunión, que para el anciano que se dispone a morir. Es un error hablar de catolicismo juvenil o de catolicismo provecto. Se trata, naturalmente, de una religión sin edad ni sexo... Y querer que tenga las notas de un conservadurismo o de un revolucionarismo, es querer enfeudarlo con nuestros supuestos biológicos. Y nada sería más impropio.
De ahí que nuestro egoísmo —el de todos— no esté siempre de acuerdo con la doctrina y preceptos de una religión que a veces se amolda a los propios deseos y a veces no se amolda. De ahí que los jóvenes protesten de unos preceptos que estiman viejos y que los maduros se encorajinen con otras normas que le parece no van con su edad. ¿Solución? No hay otra que la que entraña la auténtica humildad cristiana. El joven ardoroso debe frenar su carrera y el hombre achacoso debe probar a andar unos pasos. Para unos la religión debe obrar como excitante y para otros debe obrar como calmante. En el "Pueblo de Dios" —no hay otro remedio— los jóvenes han de ensayar las virtudes de los mayores y los mayores las virtudes de los jóvenes. Es la única manera de no desfasarse, de no quedarse atrás y de no despegarse. Lo ideal —esto es, lo humildemente cristiano, lo auténticamente cristiano— sería quizás que los jóvenes probasen a rezar el Rosario como lo reza la abuela y que la abuela se atreviese a cantar los cantos dinámicos que ahora llevan los jóvenes al introito. No denostarnos los unos a los otros, sino imitarnos en lo posible, mutuamente.
Es una consideración —quizá algo extraña, algo paradójica— que brindo a los jóvenes en el "Domund de la juventud". Porque, en ocasiones, la convivencia se va haciendo difícil dentro de la misma Iglesia. Y esto es lo peor que nos puede suceder a los cristianos.
Yo aprovecharía el "Domund" para convencer a los jóvenes de que en la Iglesia, además de fuego, se necesita sustancia religiosa —es decir, dogma, austeridad, doctrina y obras—. Porque no basta con el fuego si no hay nada en la sartén. De la misma manera aprovecharía la ocasión para convencer a los viejos y a los maduros, de que la doctrina, por excelente que sea, no puede tomarse en crudo: que hay que ponerle lumbre, que hay que echarle valor. Los jóvenes necesitan paciencia y los maduros impaciencia. El auténtico ecumenismo —el ecumenismo religioso, debe abarcar también a todas las generaciones, como cobija a todas las razas— urge de transigencias y de concesiones de una y otra parte. Si es que queremos que avance y no que desboque. Si es que queremos que se conserve y no que se muera.
Por lo demás el "Domund de la Juventud" abre una perspectiva inmensa al ansia de los jóvenes. El afán misionero, que no puede cesar en la Iglesia, invita a los jóvenes a verter todo su fuego, todas sus ansias, no en la retaguardia, sino en la vanguardia. En la época de guerra se decía: "Todos los fusiles al frente". Se quería, con eso, evitar que se malgastara una sola bala. De la misma manera habría que decir ahora a los jóvenes: "Todos los afanes al frente". Es decir, todos los grandes deseos de palingenesia universal a la lucha del apostolado y de la misión. No a la lucha intestinal y estéril.
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