|
¿Es posible el acceso a Dios, aquí y ahora? ¿Podemos en este mundo desacralizado establecer relaciones con Él? El Cristianismo responde que sí, y, además, nos enseña la manera.
Lo paradójico, pero lo teológico —enseña el Cristianismo— es que Dios se hizo Hombre. Es la "Operación Redención". Dios que hizo el mundo, pero que estaba fuera, quiso implicarse en su obra, quiso "encarnar". La causa se repite, rutinariamente a veces, sin que nos detengamos a considerar su dramática belleza. El hombre —Adán— había pecado y estaba, como consecuencia, condenado. La Encarnación —unión sustancial de Dios con el Hombre— repara, restablece, los lazos. Repetir esto, insistimos, sin ahondar en su significado, es cosa común. Pero la Encarnación y la Redención no son partes de un silogismo, sino hechos de la más descomunal y sublime trascendencia. Ninguna teología pudo imaginar algo semejante. Aquí la verdad supera ciertamente a la fantasía. Resulta que la Encarnación, además de un dogma, es un Poema heroico, una Epopeya gigantesca. Demasiada poesía para que pueda ser poesía inventada. Casi no se presta al asenso de la razón porque es un auténtico disparate, un amoroso disparate que escandaliza a la lógica común. Santos Padres ha habido que creían que la causa de la rebelión de los ángeles fue su no aceptación, su repudio, al Misterio de la Encarnación, por absurdo e indigno de Dios. Así es que el Cristianismo no enraíza en un beato conformismo ni es un pacato distraimiento de mentes febles como pensaba Nietzsche y, como servilmente, sustentan sus seguidores más o menos disfrazados. Precisamente nuestra religión irradia desde su íntimo núcleo teológico un inconformismo evidente. Como que es el inconformismo del mismo Dios que —por decirlo con lenguaje humano— se siente incómodo en su esencial comodidad alejada del hombre, y asume entonces carne y alma humana, situándose en el vértice de una apoteósica tragedia. ¿Qué parecería la Redención sino una Locura —locura divina— si Él mismo no hubiese revelado su significado? No hay, en el Universo, otro cambio que la Redención. Lo que llamamos nosotros revoluciones —en la historia, en la política en las costumbres— son arados en el mar; afectan nada más y efímeramente, a la epidermis de la existencia. Decir, pues, que la Religión es ajena a la mentalidad de nuestro tiempo es una estupidez, porque nuestra época, como todas, no podrá adquirir nunca una inmunidad frente a la eterna y patética antimonía del Bien y del Mal. De verdad, el Cristianismo enseña el drama más fuerte el agonismo, más tremendo que puede concebirse. ¿Acaso hay agonismo mayor que el que entraña la frase del Credo: "Dios y Hombre verdadero"? En el fondo, el Cristianismo es una radical rebeldía. Una rebeldía trascendente, deducida de su hondura teológica. Si dios se hace Hombre para que —como enseña San Agustín— el hombre se haga Dios; si la Redención se consuma en Cristo para todos los hombres unidos a Cristo, formando un mismo cuerpo místico con Cristo en el Sacrificio, las consecuencias son verdaderamente "subversivas". El hombre, los hombres, unen a su naturaleza una sobrenaturaleza. El "hombre nuevo" de San Pablo, capacitado por la Gracia, potenciado por ella, es ya otro hombre. Radicalmente distinto, porque ha "edificado" sobre su planta baja, porque es, desde ese instante, casa de dos pisos; porque es habitación de pasiones e instintos puramente animales, pero, al par, habitación del Espíritu Santo. Colosal drama y colosal gloria de la que, a su vez, se deducen tremendas consecuencias. El hombre es un ser que puede salvarse o condenarse —mediante la libertad— de su destino eterno. Al final le aguarda el ensanche jubiloso de su felicidad o la angostura tenebrosa de su irrevocable desgracia... Dígase, después de considerar estas cosas, que el Cristianismo es una compostura, una cómoda apelación; dígase que el Cristianismo es un... "tranquilizante".
El acceso que el Cristianismo brinda a Dios es cualquier cosa menos una novela —una teológica novela— de color rosa. Precisamente, al contrario, demanda y estimula el funcionamiento de los más viriles impulsos. Precisamente, lleva consigo el revulsivo de la inquietud y de la ardiente acción. "No vine a traer la paz, sino la guerra", dice Jesús. No haya miedo, por tanto, de que tengan el más mínimo fundamento las críticas que zahieren al Cristianismo como antivital. La santidad es la vitalidad más sensacional que puede imaginarse. El santo es el super-hombre. El hecho ascético y el hecho místico constituyen las vivencias de más elevado voltaje concebible.
Entonces, lo que sucede es que ciertas modernísimas actitudes vitales que presumen de angustia, no conocen, a lo mejor, sino la angustia pintada. En realidad, no hay angustia mayor que la del cristiano cuando acierta a vivir en plenitud su creencia. Bien que, Dios así lo quiere, tal angustia se equilibra venturosamente en la Esperanza ya que, en el cristiano, dolor y gozo, se constituyen también en una especie de sustancial unión. Ahí radica el entronque de su espiritual belleza.
En resumen, el Cristianismo postula, frente al hombre de planta baja —temporalismo, materialismo, terrenalismo— al hombre de dos pisos: al hombre con "apartamentos" para lo sobrenatural. Pero esto constituye ya materia para otro trabajo...
|