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Tener piedad, implica todo un programa cristiano. Nada más empezar la Misa, le rogamos al Señor, con los "Kiryes" que tenga piedad de nosotros. Nada más situarnos en presencia de Dios, ponemos de manifiesto nuestra menesterosa índole, nuestra precariedad, nuestra miseria. Aunque calcemos alto coturno en la comedia humana; aunque enderecemos la figura y ensanchemos enfáticamente el pecho y altiva la frente, lancemos nuestra mirada como quien lanza un rayo, sabemos que, radicalmente, somos sujeto y objeto de piedad. Por eso, a Cristo, le llamamos "Padre" y no podemos decirle "camarada"...
Pero la piedad suele no estar en los proyectos y anteproyectos de los hombres. Mucho se habla de justicia, mucho de libertad, mucho de solidaridad, y poco de "piedad". Como si pudiera haber justicia o fraternidad para el prójimo sin un mucho de compasión hacia sus cosas. Ahora bien, compadecer no es tener lástima de nuestro hermano; es sentir con él estrechamente. Compadecer es padecer con. Para eso se necesita agilidad en el corazón, es decir, se necesita ternura. Y, ¿en qué libro se aprende la ternura?
Creo que para hacer cristianismo desde dentro no basta esa sociología que se ciñe a ficheros, a encuestas y a estadísticas. Lo previo será siempre alargar la generosidad hacia donde nuestras fuerzas pueden, tender puentes hacia donde alcanza la buena caridad. Pero la buena caridad no se nutre de sonrisas estudiadas, de socorros contabilizados, de palabras melifluas. En esto, está el mundo muy desengañado. Enseguida la palabra de amor se despega, como se despega la máscara del rostro, si el amor no tiene su raíz en el corazón. Todo el mundo sabe ya distinguir la ternura de sus sucedáneos.
Y uno cree que no puede haber ternura hacia los hombres, nuestros hermanos, mientras todos, unos y otros, permanezcamos a la defensiva. Porque se nos educa en el medio hacia los demás; y el "duro" —prototipo muy de nuestra época— es en realidad, el que tiene miedo a sentarse de igual a igual con su hermano en la tarde, para compartir con él la alegría y la tristeza. "Duro" es quien, por temor a que nadie le engañe, pone muros de mampostería entre sus sentimientos y los del prójimo, hasta lograr que mueran por asfixia sus sentimientos y los ajenos.
Habría más piedad, más comprensión, más tolerancia, más liberalidad, si nuestro temor en lugar de defenderse dejara su puesto a la ternura. Cualquier persona —por perversa que pueda parecemos— nació un día y morirá mañana. Cualquier hombre aunque sea nuestro enemigo, sonrió en la cuna y, antes o después, se debatiría en la agonía ante el último viaje. He aquí una buena consideración para compadecer, para amar, para no odiar: "Cualquier hombre está indivisiblemente ligado a nosotros por la comunidad de un mismo origen y un mismo final".
Qué significativo, pues, el "Kyrie" de la misa. Invocamos la piedad al Padre común. Porque sólo la ternura de sentirnos participantes de la misma menesterosa naturaleza nos permite llamarnos cristianos y acudir a El como a un Padre que remedia, y no como a un "camarada" que involucra.
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