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Cuando falta una "concepción del mundo", o mejor, cuando cerramos los ojos para no ver y nos hacemos amigos de la oscuridad y de la confusión —aberración curiosa ésta, aberración intelectual, quizás más peligrosa e irremediable que una simple aberración moral—; cuando nos complacemos, digo, en pensar que el mundo no tiene sentido, entonces es cuando se inaugura en la Historia el verdadero pesimismo. El pesimismo es algo más que la tristeza, porque es la negación última e ineluctable. Se puede tener dolor, se puede sufrir intensamente; pero si en el espíritu está encendida la lucecita de la Esperanza, no hay sino aguadar que pase la tormenta. Lo peor es cuando creemos en la noche —noche total— y no como en un accidente, sino como en un absoluto. Y el nihilismo —postura intelectual de moda— no pasa de ser eso: pesimismo radical, empeñado en apagar todas las luces. El nihilista es el apaga-velas, el sacristán del Diablo.
Porque, ¿lo olvidaron ustedes? El DIablo existe. Está en el Evangelio, es un personaje del Evangelio. Se apareció a Cristo. Tentó a Cristo. Cristo lo nombra insistentemente, e insistentemente lo califica como "Príncipe de este Mundo". El Diablo —son palabras de Jacques Maritain, que, por cierto, no es ninguna beata— es el "mico de Dios". El Diablo es el autor del pecado y, en consecuencia, el empresario de todos los males Lo que sucede es que negar el Diablo es un expediente fácil para, después, poco a poco, negar a Dios. La táctica es inteligente (porque Lucifer no es el ángel bobo, sino el dimitido Príncipe de los ángeles); la táctica es inteligente porque una vez que nos convenzamos de que el diablo no existe y de que, sin embargo, ahí está presente el mal. El camino queda desbrozado para afirmar cualquier día que Dios no es bueno. Y si Dios no es bueno, ¿dónde está Dios y quién es? Los nihilistas suelen tener inicios azules y candorosos: comienzan por afirmar que el Demonio es algo demasiado feo y absurdo, principian por negar lo feo en un naturismo idílico y encantador. Los nihilistas inician su carrera —conscientemente unos y embaucados otros— haciéndose pelagianos o roussonianos, que tanto da. "El hombre —dicen— es bueno por naturaleza, no hay demonio, ni pecado". Esta es la primera fase. Pero, pasada la "época azul", los nihilistas prosiguen su tarea por otros derroteros Hablan entonces de "alienación" "mezclando a Hegel, a Carlos Marx y, últimamente, a Marcusse— y "enseñan" que el hombre ha estado a lo largo de la Historia demasiado vestido (vestido de prejuicios y cobijado de "sobreestructuras"). Y que lo que importa es que se desnude y sea él mismo. Es decir, que el hombre sea hombre y nada más que hombre, desprendido de todo dogma, de, toda doctrina, de toda creencia más o menos trascendente... Pero cuándo el hombre es sólo hombre, sin apelación alguna a una instancia superior, siente una especie de frío cósmico y su soledad se hace angustia. Ausente toda norma, descuajados los ideales, Dios ya no es Verbo (con mayúscula), sino nada más verbo, es decir, sólo palabra fatua. Y el mundo entero es un Absurdo porque el Absurdo es el negativo de lo Absoluto.
Este es el proceso de nihilización del mundo; proceso que muchos cristianos, poco avispados, contemplan con cierta indulgencia. Este es el pesimismo radical, algo más oscuro y trágico que el dolor y que la tristeza de los sentidos. Aquí llegamos —es la meta— después de empezar a negar, como por juego y frívolamente, algunas creencias que no creemos esenciales.
La actitud religiosa, que en un principio parece como si reprimiera los impulsos naturales —ésta es la "propaganda" que nos hacen— consiste, precisamente al contrario, en una serie de afirmaciones trascendentes. Creer es decir sí, muchas veces sí, a Dios, a la creación, al hombre, a las cosas. Pero dando a Dios lo que es de Dios, al mundo lo que es del mundo y a las cosas lo que es de las cosas. Única forma de, apelando a Dios, salvar al mundo y a las cosas. No hay manera de ser optimista si no se es cristiano.
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