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"Por negarse a creer misterios incomprensibles, aceptan unos tras otros, incomprensibles errores", escribía Bossuet refiriéndose a los incrédulos de su tiempo.
El argumento, tres siglos después, sigue siendo válido. Porque no es que el ateísmo o la incredulidad se hayan renovado a través del tiempo. Sus armas siguen siendo, aproximadamente, las mismas. Circulan por ahí, en nuestro campo, en el católico, muchos temperamentos febles —y por supuesto "aggiornados"— que creen que las razones del adversario se han visto robustecidas en las dos últimas centurias merced a los adelantos de la biología, de la ciencia y de la técnica. Entonces, esos temperamentos se baten a la defensiva y, sin decirlo a las claras, piensan: Hay que pactar. Así, se sacan de la manga una "nueva fe" capaz —presumen ellos— de resistir la avalancha.
No hay tal avalancha. Es decir, la avalancha es, ni más ni menos, la de siempre. Desde Demócrito hasta Sartre los argumentos ateos no han cambiado demasiado. Yo diría que quizá, quizá, si bien se analizan, son cada vez menos definitivos. En resumidas cuentas, los argumentos ateos parten de la negación de lo Absoluto. En todo tiempo, las objeciones y las diatribas de los incrédulos se mueven alrededor del mismo eje: son variaciones sobre el mismo tema. En el siglo XVIII, erigida la Razón como deidad, las objeciones antirreligiosas podían tener más consistencia, puesto que los misterios son incomprensibles y si son incomprensibles —podían deducir quienes creían a la Razón capaz de todo— son falsos...
Pero es el caso que la filosofía del XIX destronó a la Razón, la volvió a simple razón con minúscula. El vitalismo y el mismo existencialismo no rinden parias a la razón como arbitro supremo. Luego ya no sirven los argumentos racionalistas contra la fe. Ahora bien, los argumentos ateos e irreligiosos de ahora siguen haciéndose en nombre de la razón, no en nombre de la vida. Se siguen desechando los misterios no por otra causa, sino porque son "incomprensibles". Es decir, después que hemos reconocido que el arma está mellada, no se ha podido inventar una nueva arma. ¿Quién está anticuada, pues, la fe o la impiedad?
Sucede, en tanto, que la gente se afilia a los "incomprensibles errores", con tal de no dar su brazo a torcer ante las "incomprensibles verdades". Puestos a aceptar lo incomprensible, se acepta cualquier oscuridad con tal de que no sea una "oscuridad" religiosa. Y en esto se llega a lo ridículo. Quien no cree en los ángeles, defiende muy seriamente que en la tierra existen ya habitantes de otras galaxias. Quien desecha el espíritu acepta con toda naturalidad la anti-materia. (Y no es que la anti-materia sea un disparate; es que el espíritu es una certeza vital. No es que no pueda haber habitantes en otros mundos; es que la existencia de los ángeles ha aportado hasta ahora más indicios.) Pero —como apuntábamos líneas arriba— es peor cuando no ya tan sólo se aceptan "oscuridades", sino, simplemente, errores. Circula un error y la gente no se detiene a averiguar si es incomprensible o no: le basta con que sea un error nuevo. Y aquí sí hay repuesto y recambio en todo momento. Porque la Verdad es una y los errores son innumerables. Si miramos a la cantidad —que es lo que ahora más se atiende— es cierto que los errores están en mayoría. Y como están en mayoría —la democracia ideológica que vivimos es innegable— gobiernan al mundo.
Una vez más hay que recordar su Palabra: "Mi Reino no es de este mundo".
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