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"Nadie es libre por no reconocer nada sobre sí, sino precisamente por respetar algo que nos es superior, pues al respetarlo, nos elevamos hasta él y nuestro acatamiento demuestra que llevamos en nosotros lo elevado y que somos por tanto dignos de ello". Estas luminosas palabras de Goethe, sirven para todos los tiempos, pero, ¿no son una significación especial para los nuestros? He aquí que todos, más o menos, adolecemos de un prurito de autosuficiencia. "Un soplo es todo hombre que se yergue", se lee en el libro de los Salmos; pero pocos son ya los hombres que abrevan sabiduría en los salmos. Al contrario, hoy, el hombre hace filosofía de su propio énfasis, de su engreimiento y —¿por qué no decirlo?— de su soberbia. Y la apelación a cualquier instancia superior es, para la mayoría, síntoma de un anacronismo. Madrugamos para la insubordinación. Está de moda.
Desjerarquizar, desacralizar, desmitificar. ¿Qué se pretende con estas novísimas iconoclastias? Lo peor es que los fermentos disolventes se dan ya con una frecuencia alarmante, si bien, es cierto que saben disimularse con equívocas y flamantes palabras. Alguna vez estas mismas palabras prestan impunidad a patentes desafueros. Por ejemplo, el "pluralismo" suele servir de vestido decente y ortodoxo a ciertas actitudes que se asemejan mucho al gesto de la anarquía. Y la "dignidad humana", ¡cuántas veces hace de disfraz a la rebeldía! Y la "libertad", ¡con qué inusitada frecuencia oficia de "tocado" —amable y atractivo tocado— a los poco honestos propósitos! Pero, ¿qué se esconde debajo de cada palabra? Con el pretexto de que nuestra época es un tiempo existencial los conceptos están en baja. Todo el mundo se ufana de sus vivencias, no de las ideas; de sus experiencias, no de la doctrina; de sus circunstancias, no de las normas. Pero, ¡paradoja!, donde no valen los conceptos, valen las palabras. Y, ¿no son las palabras más engañosas, más equívocas, más livianas, que lo serían las ideas? Pues bien, son las palabras quienes nos gobiernan. Y las hay consagradas, que constituyen auténticos "tabús". Ahí está la "democracia", ¡que nadie la toque! Por lo visto, la misma Iglesia —institución monárquica y jerárquica por definición— necesita broncearse de yodo democrático para seguir viviendo. Como las chicas rubias que se tienden impávidas, horas y horas, en las arenas de la playa hasta resultar morenas, hay quienes sin descanso se esfuerzan por pigmentar de "modernidad" su piel cristiana. Pero, ¿qué es la modernidad?, ¿en qué consiste?, ¿cuáles son las notas genuinas de la modernidad? ¡Ah!; eso ya ellos no lo saben. Quizás nadie de verdad lo sabe.
Creo que no se puede adoptar una actitud de simple contemplador ecuánime ante el espectáculo. Creo que no hay que despachar el problema con unas cuantas frases frívolas. Muchas veces se ha dicho que la tensión actual de la Iglesia es "crisis de crecimiento". Está bien; pero la frase se repite ya demasiado. Por eso es insuficiente. Además, incluso suponiendo que se trata nada más de crecimiento, parece obvio que todos los crecimientos se vigilen y se sometan a tratamiento. Es en la época de crecimiento cuando, si no se tiene cuidado, aparece la tuberculosis. Ahora bien, todo está perdido cuando se confunde la tuberculosis con un simple catarro. Cuando el Papa, una y otra vez, reiteradamente, se queja con angustia de ciertas desviaciones en el seno de la Iglesia, es porque el Papa sabe que hace falta algo más que una "aspirina" para devolver a nuestro tiempo y a nuestra Iglesia, la deseable salud.
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