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La Comisión Permanente del Episcopado francés ha recordado, recientemente, en un preciso documento, que el sacerdocio es algo que no está por inventar. La aclaración es oportunísima en un tiempo en el que, no se sabe por qué, pululan por todas partes clérigos y laicos afanados —con un ahínco digno de mejor causa— en el mantenimiento de opiniones sobre la misión sacerdotal, verdaderamente extrañas, por no llamarlas absurdas. Resulta que el sacerdote es un "elegido" por Dios —nada más que por Dios— que ocupa, respecto a la comunidad eclesial, no ya un puesto distinguido, sino esencialmente trascendente. Porque su misión (aparte de sus actuaciones temporales en beneficio de todos los hombres) está radicalmente dirigida a lo divino y orientada a lo religioso. Como cauce y vehículo que es el sacerdote de la Gracia, como administrador de sacramentos, como consagrante del Cuerpo y de la Sangre de Cristo, está —natural y sobrenaturalmente— al servicio de todos los hombres. Pero su calidad de servidor de los hombres no puede achicarse hasta el punto de convertirle en delegado. Porque su servicio es precisamente su autoridad. Y el sacerdote no es sólo el representante de los hombres ante Dios; más aún, es el representante de Dios ante los hombres. Pero el proceso desacralizante que hoy se propugna —y ya, ¡ay!, se propugna abiertamente y sin rebozos— apunta a objetivos, a mi juicio, inaceptables. Por ejemplo, se intenta inventar un sacerdocio nuevo, enteramente pastoral —¡y vaya usted a saber lo que muchos entienden por pastoral!—, en el que la figura del cura se va eclipsando paulatinamente. Parece que se tiende a que en el sacerdote vayan ganando valor los caracteres genéricos sobre los específicos. Y que sus cometidos de "hombre entre los hombres" —la terminología es de Sartre, autor por el que sienten una extraña devoción ciertos cristianos—, ganen el pulso a su misión sobrenatural. Según estos corifeos del sacerdocio reinventado, la profesión de cura debe desaparecer, como tal profesión. O, por decirlo de otra manera, las funciones del sacerdocio —según tales señores— pueden ser desempeñadas por cualquier cristiano decente de la Comunidad, sin necesidad de "carrera", de estudios teológicos, de seminarios... Las llamadas "comunidades eclesiales" elegirían, llegado el caso, al honrado padre de familia digno de pastorearlas, y al Obispo se le daría todo hecho: el Obispo —si es que siguen los Obispos— impondría sus manos sobre el elegido por la comunidad por mayoría de votos, y pare usted de contar. No me invento yo a este sacerdote nuevo, de la era nueva. Se lo ha inventado un religioso madrileño cuyo estudio mecanografiado acabo de leer. Por lo demás, los presuntos sacerdotes de tan extraña manera elegidos serían hombres entre los demás, con profesión determinada: médicos, albañiles o metalúrgicos. Médicos, albañiles o metalúrgicos dedicados ante todo a su profesión; pero que luego —en los "ratos de ocio", pienso yo— se emplearían a la pastoral sindical, por ejemplo. O celebrarían la Cena Eucarística, no en el templo —que por lo visto está quedando anticuado— sino en una casa particular, ante los íntimos.
Me parece que, después de veinte siglos de cristianismo, venir a parar a esto, constituiría, además de una ingenuidad, un pecado. Lo que ha de hacer el sacerdote y cómo ha de ser el sacerdote lo dijo Cristo. El sacerdocio está inventado hace cerca de dos mil años. Que haya curas que no son como debieran, no es motivo para "estructurar" un sacerdocio de nueva planta. Lo que no puede ignorarse es el carácter sagrado —sagrado, sí, con todas las letras— de la misión sacerdotal. Mejoremos la formación del sacerdote, pero no tiremos al sacerdote clásico por la borda como si fuese algo que estorba. Bien está que estorbe a los ateos, pero ¿cómo va a estorbar a los cristianos?
Hay que proclamarse clerical valientemente, en el noble sentido de la palabra. Y lo demás es literatura. Literatura de moda, por supuesto... Pero la moda pasa.
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