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¿Quién fue el primer emigrante? Quizá Abraham. Tuvo que dejar su tierra nativa, tuvo que abandonar Ur de Caldea ante la vocación de Dios. Iba a ser el fundador de un gran pueblo: el número de sus descendientes podría ser parangonado con el número de las arenas del mar. ¿Por qué no se constituye a Abraham en patrón de los emigrantes? El hecho es que la "emigración" del primero de los Patriarcas tenía un objetivo señalado. Cuando emigrar llena una función, la emigración implica un sentido, un signo positivo. Lo triste no es, simplemente, emigrar. Lo doloroso es emigrar sin meta definitiva, a la aventura —que rara vez es ventura—; lo trágico es que al propósito de irse falte el proyecto de estabilizarse. Entonces, emigrar se confunde con lo errante. Pero la vida errante no tiene contenido, es una vida a la deriva, azotada por los vientos.
El "Día del Emigrante" impone al cristiano de nuestro tiempo una meditación. Otra. (Porque, es cierto, el cristiano es meditador por definición casi. El cristiano tiene que pensar cada día que amanece. Y si se lanza a la acción sin haberla meditado antes, se precipita, ¡no cabe duda!, a un salto en el vacío.) Hoy, en todos nuestros pueblos y ciudades, son tantos los hombres que emigran, que urge considerar detenidamente el fenómeno. Considerarlo a fin de procurar al hecho valencias esperanzadoras. Considerarlo concienzudamente, sí, a fin de evitar que los emigrantes se queden en errantes. (Me tienta el juego de palabras: lo errante yerra, la vida errante es error.)
El dato de que nuestra provincia da una cantidad considerabilísima de emigrantes, fuerza de manera inexorable el abordaje del tema. Se imponen varios puntos de meditación. ¿Por qué tantos se van? ¿Pueden arbitrarse medios —más medios —para evitar la... hemorragia? Pero si se van —ya que se han ido tantos, tantos hombres—, ¿desde dónde, con qué y cómo hemos de ayudarles para que su emigración no constituya un fracaso más en sus vidas?
Porque el cristiano es siempre responsable. Responsables somos no sólo de nuestras propias frustraciones, sino, también, de las frustraciones de nuestros hermanos. Y nuestros hermanos son todos los hombres. He aquí que miles de personas desarraigadas buscan hoy espacio vital en que desenvolver sus actividades, lejos de su tierra y de sus lares. He aquí que no siempre la sociedad facilita el proyecto de estos hombres. Más bien, la sociedad, se inhibe, cuando no hostiga, tales proyectos perentorios que no son obra del capricho, sino de la necesidad. Y no es que el hombre sea un lobo para el hombre. Basta con que el hombre sea piedra o mampostería para el hombre. Basta con que interponga muros de cal y canto entre su egoísmo y los apremios o los llantos de su hermano. Entonces, como dice estremecedoramente Albert Camus, "todos somos culpables". Ahora bien; para el incrédulo la responsabilidad y la culpabilidad son relativas. El incrédulo puede defenderse siempre con la frase de Caín: "¿Soy yo acaso el guardador de mi hermano?" Mucho más grave se pone la cosa para el creyente en Dios, para el cristiano. Mucho más grave se pone la cosa para los adeptos de... Abel. Porque si creemos en Dios, ya sabemos positivamente que nuestra alma y nuestro amor pasan directamente por el alma y por el amor de nuestro hermano. Y entonces no cabe la inhibición. San Juan lo dijo claramente, duramente: "Quien dice que ama a Dios y no ama a su hermano, miente". Hay que estar remachando cada mañana y cada atardecer la palabra del evangelista. Hay que remacharla hoy ante el fenómeno de nuestros hermanos emigrantes. ¿Verdad que hay para pensar?
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