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"Nunca supo quién era", exclama el protagonista de una obra de Arthur Miller, ante el cadáver de un hombre cuya vida zozobrante apenas vislumbró, a lo largo de sesenta años, un camino. Un camino capaz de llevarlo a algo. "Nunca supo quién era". ¡Qué estupendo epitafio para cualquiera! ¿Para mí? ¿Para usted...?
Todo hombre, al nacer, es carne indiscriminada, espíritu vacante. Por naturaleza, los hombres nos parecemos enormemente los unos a los otros. Y cuando más nos descuidamos, más nos asemejamos. Si persistimos en un abandono, terminamos del montón, de la masa. Nos confundimos en una sociedad con más materia que forma. No sabemos quiénes somos.
¡Ah, sí! Tenemos un nombre y dos apellidos. Pero, ¿qué? Palabras, palabras. Cifras del lenguaje al fin. Y detrás de ellas, eso: nuestro cuerpo igual a otros mil, a un millón. Nuestro egoísmo igual al de otros mil, al de un millón. Nuestros vicios pequeños, siempre idénticos. Nuestras virtudes chicas, nuestra cobardía... Algo somos, pero ¿quién es cada uno?
Precisamente Dios quiere que seamos todos alguien. Alguien distinto. Que cada uno sea un quién y no un simple qué. Porque cada uno está llamado por su vocación a ser todo un mundo. Y cada uno tiene un alma distinta. Y una voluntad capaz de llevarle a la salvación o a la condenación. Lo que sucede es que, con el "roce", borramos nuestra mismidad y nos sumimos en la masa sin forma. Y es, como ya se ha insinuado, que la misma naturaleza tiende a confundirnos, a emparejarnos, a diluirnos. Esta época "social" tiene una ventaja porque el hombre no puede vivir solo y ahora se cuidan muchos los valores de solidaridad. Pero, al mismo tiempo, acercándonos nos contagiamos los unos de los otros lo que en todos hay de vulgar y de espeso. Lo ideal sería ser "sociales", sí, pero con una gran preparación de soledad, con un zahondarnos previo en nosotros mismos, cada uno dentro de sí, para tener algo bueno de verdad que ofrecer. Si nada más nos acercamos sin antes haber explorado nuestra hondura, sin haber buscado en lo recóndito la secreta personalidad, cambiamos nada más... cartas. Ya lo dijo el filósofo: "Los necios no teniendo ideas que cambiar, cambian naipes".
Urge la vida interior de cada uno y, precisamente, para que nuestra dádiva a los demás sea generosa y fructífera. Urge encontrarnos, hallar quienes somos, arañar en lo profundo. Uno de los aspectos de la vida cristiana —muy descuidado hoy— es la vida interior. No nos sabemos. El "conócete" de Sócrates, ¿quién lo practica?
El examen, el análisis propio, lejos del aturdimiento cotidiano, al margen del ruido ambiente, es necesario para todo hombre. Mucho más para el cristiano que tiene un "quien" intransferible; la señal del bautismo que le distingue y que le lanza en busca de una plenitud de sí mismo. Plenitud que ofrecer a Dios y a los hombres. Un cristiano debiera siempre saber más de sí que lo que sabe. Todo el programa de la Gracia en el alma no es otra cosa que un continuo alumbramiento de las vetas profundas.
Se nos reclama actividad, acción y acción ahora mismo. Hay, en efecto, que moverse y moverse mucho. Un cristiano es dinámico por definición. Pero la fuerza para ese movimiento hay que buscarla dentro. Hay que levantar paletadas de arena. Existe mucha arena común, neutra, hasta llegar a nuestro yo intransferible. Levantada toda la arena, en el fondo del fondo, podemos encontrar a Dios. Y ya tras el encuentro, todo movimiento, toda acción, debe ser fácil.
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