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Uno de los peligros hoy es el de que las cosas priman sobre los valores. Generalmente, la gente capta las realidades, los hechos, los sucesos. Realidades, hechos y sucesos, nutren las estadísticas luego. Y, ¿quién puede negar que los hechos de toda índole abundan prodigiosamente en nuestro tiempo? Pero las cosas no tienen signo. A las cosas en sí no les precede un más o un menos. Fijémonos, por ejemplo, en los estupendos logros de la Técnica. A menudo, hombres empeñados en preguntar se plantean el problema: ¿Es buena la técnica? ¿Es mala? ¿Sirve al espíritu? ¿Lo difumina o lo borra? La pregunta suele ser superflua, porque la Técnica es una cosa, pero no es un valor, en el sentido filosófico de la palabra, como es un valor la belleza o como lo es el bien. Entonces, la Técnica no tiene signo o tiene el que le pongamos nosotros, haciéndola feudataria del espíritu, del bien o de la belleza (signo más), o declarándola súbdita de los impulsos demoníacos de destrucción, odio o guerra (signo menos).
Porque el valor es algo distinto de la cosa. Y con una cultura de cosas, con una civilización formada exclusivamente de adelantos técnicos no tenemos garantizado ningún bien. "El bien —dice Sheler— es igual a la realidad más valor". Pero los valores no se captan en un acto de entendimiento sino en una intuición estimativa, emocional. Ni una obra de arte, ni lo que llamamos una bella acción o una acción heroica tienen física o materialmente algo que les distinga meridianamente de una bajeza o de una fealdad. Sólo al espíritu humano le es dado distinguir entre bien y mal, entre vileza o nobleza, entre fealdad y belleza. De ahí que la cultura de cosas, es decir, la cultura de conocimientos físicos y científicos, no basta por sí sola para satisfacer los nobles anhelos del hombre. Una máquina puede ser prodigiosa, sensacional, pero sólo podríamos aplicar a una máquina el adjetivo "buena" en el sentido de que es "útil"...
He aquí el peligro. Estamos a veces al borde de creer que también en el hombre lo bueno es lo útil. Estamos al borde de despreciar los valores, caminando en pos de las cosas, de los hechos. Y esto es lo que no puede permitirse a sí mismo un cristiano. Todo el Evangelio es una alusión a los valores: a los valores sobre las cosas. ¿Qué sentido puede tener la frase aquella de "quien no ame la cruz no puede ser mi discípulo"? La cruz, como "cosa" es algo molesto, pesado, inerte, oscuro. ¿Quién puede amar la cruz por la cruz, es decir quién puede amar la "cosa" de la cruz? Nadie. Pero la cruz —el dolor— tiene algo que sobrevuela la cosa, que la transfigura y redime. La cruz es un "valor" cristiano, tiene un signo más cuando a su índole mostrenca añadimos la estimativa de la voluntad impulsada por la gracia. Entonces construimos con la cruz y con la cruz esculpimos. Construimos y esculpimos la obra del adelantamiento espiritual. De la misma manera el artista con el pincel, el color y el lienzo (cosas, nada más que cosas sin valor en sí) logra el valor del paisaje o del retrato. ¿Cómo es que con lienzos de la misma calidad, y pinceles de la misma factura y con idénticos colores, un pintor logra un cuadro genial y otro un cuadro mediano? ¿Cómo el cuadro del primero alcanza un precio de miles o millones de dólares y otro se queda en la buhardilla? Es que entonces, ya los cuadros no son cosas sino valores, es que se cotizan los valores.
Pues bien, Dios cotiza nada más los valores. El Señor no es un Dios de cantidad. Y la Moral entera, por él promulgada, es una apología de los valores sobre las cosas. ¿Qué otro significado tienen las Bienaventuranzas? ¡Qué cosas tan pobres son un hombre de paz, un manso, un misericordioso, un limpio de corazón, un perseguido por causa de la justicia! Como cosas tienen, prácticamente, menos cotización que un "Seat-600" o que un receptor de televisión. Y sin embargo el Evangelio ha ensalzado su valor, sus valores, cien codos por encima de todas las economías y de todas las finanzas.
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