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"Creo —escribía Tomás Merton desde el monasterio trapense de Kentucky— que el motivo principal por el que tenemos tan poca alegría reside en que nos tomamos demasiado en serio". En efecto, hoy las gentes se divierten mucho en todos los lugares de la Tierra pero ¿viven alegres? Generalmente, los más desgraciados son los ilusos que un día se las prometieron felices y, luego, han visto que la vida ha ido degradando uno a uno sus goces. Por eso ya los estoicos cimentaban su contento en no crearse complicaciones, esto es, en no crearse necesidades. Después, el ascetismo cristiano, producía auténticos campeones de la alegría, a fuerza de ir decapitando placeres, a fuerza de "noches del sentido"...
Estamos muy lejos, hoy, del estoicismo y del ascetismo cristiano. Quizá los mismos cristianos estamos en nuestro tiempo interpretando mal el ascetismo cristiano, haciéndolo sinónimo de abatimiento espiritual y de tristeza. Pero si el Evangelio —que es todo él una invitación a la renuncia— nos resulta triste, es difícil que nuestro cristianismo sea auténtico. No entendemos, por ejemplo, la "penitencia" —palabra ya casi borrada en los programas de espiritualismo— por que empezamos a comprender poco de la naturaleza y del hombre, no obstante nuestro desenfrenado humanismo. Pero es el caso que el "hastío" que muchos jóvenes muestran hacia las formas de vida de la sociedad actual, se originan a la vista del asombroso apego a la comodidad, a la felicidad burguesa y al dinero que muestran hoy todos los estamentos sociales. Lástima que ese hastío —en su origen sano— de la juventud no encuentre su auténtica ruta y que elija más bien los caminos nihilistas que parten de la nada hacia la nada.
No hay alegría, porque tomamos demasiado en serio nuestro egoísmo nuestra comodidad, nuestro dinero, nuestro honor de papel, nuestros placeres antiguos. No tenemos alegría porque no queremos bromear —y menos queremos que nadie bromee— con lo nuestro. Pero, ¿qué es lo nuestro? Bien poca cosa. O un montón de cosas vanas, cuado no un montoncito de basura. Los ascetas tomaban demasiado en serio la verdadera vida y por eso, renunciando a muchas cosas suyas, bromeaban con sus ambiciones, con sus impulsos, con sus intereses próximos. Y ya era un rasgo de humor que San Francisco llamara a su cuerpo "el asnillo". Los santos burlaban con gozo espiritual con regocijo auténtico, las pequeñeces del mundo, del demonio y de la carne. Digo que tomaban en serio la vida y, por ende tomaban un poco a burla lo que dentro de sí mismos encontraban como obstáculo a su "liberación". Los santos eran —permitidme que lo diga— auténticos lidiadores del oscuro toro enviscado del en sí que diría Jean Paul Sartre. Lanceaban los santos a la bestia negra con donaire y estilo. Los santos, en fin, no tomaban en serio todo cuanto nosotros nos desvivimos por complacer. Los santos tenían muy en cuenta a Dios y se despreciaban a sí mismos. Por eso se sentían libres. Por eso estaban alegres.
Creo que pueden —y quizás deben— cambiarse los esquemas del ascetismo cristiano. Pero también creo que el ascetismo cristiano con su sentido de renuncia, de abnegación y de... risa hacia lo que en nuestro abismo queda de pequeño, no puede declinar. Habrá que seguir buscando la alegría desnuda —la alegría de vivir en un mundo que Dios ha creado— y que seguir desechando al par la sofisticada alegría hecha de placeres zurcidos. Porque cualquier felicidad hecha a base de accesorios —dinero, diversión, comodidad, placer— es puro zurcido. Y nunca falta un roto en esta alegría de disfraz. Es trágico interesarse demasiado por lo que llamamos lo nuestro. Lo mejor es citar de frente a lo nuestro y después apurar el pase, ceñir el pase, redondear el pase... Y luego saludar.
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