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El acto de conocer ofrece un doble aspecto; de un lado, implica un ir —llevar el espíritu— a las cosas; de otro, conocer es traer, acarrear verdades y cosas a nuestra alma. Conocer, pues, es comerciar en el más noble sentido de la palabra, enriqueciendo lo que somos con lo que no somos y llevando a lo que no somos el aliento de lo que somos.
En consecuencia, conocer algo es darse cuenta - darnos cuenta de lo que nos falta. Conocer es el suplemento del ser.
Por supuesto, lo que no somos es, siempre, más de lo que somos. Por eso, el conocimiento no se sacia nunca. Hay una fiebre de saber más y más, de entender más y más, de más y más comprender. Sólo Dios que lo conoce todo —en Él el ser se identifica con el conocer—, carece propiamente de deseos. Pero nosotros, los hombres, ¿cómo podríamos establecer un equilibrio entre ser y conocer, entre tener y desear? Al menos acá abajo, en esta vida, nos está vedado. Nuestro dinamismo, nuestra tensión humana radica precisamente en eso: en una sed que no se sacia, que no puede saciarse. O mejor, en un sed que aumenta, paradógicamente, bebiendo. Decía Bacón: "Quien añade ciencia, añade dolor", dando a entender que la pequeña satisfacción de conocer algo aumenta el vacío de lo que aún no se conoce.
Pero, sin embargo, muchos pequeños burgueses del saber, hallan una especie de comodidad en sus parvos y limitados conocimientos: se instalan plácidamente a base de las rentas que sus menguados o rutinarios conceptos les proporcionan. Es más; hay burgueses del saber que se olvidan de la Sabiduría cuando se embriagan de su limitada inteligencia. Y renuncian, o poco menos, a informarse de Dios y de sí mismos, si comprueban que dominan la raquítica parcela de su especialidad. El mismo Bacón exclamaba: "Una poca ciencia, aparta de Dios. Pero más ciencia vuelve a acercárnoslo...".
Estimo que la Historia vive ahora su época triunfalista de humanismo suficiente. Esa poca ciencia que aumenta todas las velocidades y nos pone a tiro a la Luna, basta para que no pocos espíritus febles se olviden de Dios. Hace falta mucha más ciencia —no mucha más técnica, que técnica tenemos quizá ya bastante— para que volvamos al Señor. Es urgente ensanchar los espacios del espíritu; esos espacios que tenemos todos dentro, apenas explorados. Para que en el interior de nuestra vida hallemos la Verdad o vislumbremos la Verdad.
Sí; resulta ya inexcusable encararnos como San Agustín con el problema del conocimiento. Pero a escala grande y luminosa. Es perentorio decir audazmente, valientemente con él: "Yo deseo conocer a Dios y al alma. ¿Nada más? Nada más absolutamente". Y no porque lo demás no importe, sino porque lo demás se facilita y aclara con estos conocimientos previos.
Hay que decir, aunque sea a contrapelo de tanta corriente calentucha y turbia, que Dios no surge inmanente de nuestros cortos alcances, sino que Dios es el "trascendente" y el "trascendental", como el mismo San Agustín enseña. He aquí la frase genial del Obispo de Hipona que todos debiéramos grabar en el cancel de nuestra inteligencia: "Si notas que tu naturaleza es mudable, levántate por encima de ti mismo". Porque adherirse a sí mismo, querer bastarse a sí mismo, fue el pecado de los ángeles rebeldes. Adherirse a sí mismo es, en suma, renunciar al auténtico conocimiento. En última instancia, los humanistas —tan de moda— son los burgueses de la inteligencia que se encuentran demasiado cómodos en su cuarto de estar...
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