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Septiembre es buena época para que los ubetenses de raíz que viven fuera de Úbeda, pero nunca alejados, vengan a «dar un vistazo» a sus lares. Indudablemente, en las tardes septembrinas, cuando el sol al ponerse por Baeza tiene la apariencia de un membrillo maduro y el atardecer pone dulzura de paisaje y de ánimo en las nostalgias que todavía no son tristezas...; regala finura a Úbeda septiembre (y ya me perdía entre los puntos suspensivos) a esa pléyade ilustre de ubetenses que cada otoño vuelven a Úbeda con la ilusión de quien va a ver una novia. Con la diferencia de que Úbeda, que no es precisamente la «amada inmóvil», que diría Nervo, brinda, más que Ilusiones intactas, sugerencias de un gusto que se matizó de regustos, que maduró azúcares y sedimentó verdades. Pero Úbeda está cada otoño más bonita y, por supuesto, más joven. Más joven de su propia juventud, ya que es distinta la juventud de cada hombre y también de cada pueblo.
Este septiembre he tenido el profundo gozo de estar, en el intervalo de dos días, con dos ubetenses que se fueron de Úbeda en su niñez y, durante la ausencia, llevan a Úbeda guardada. Hay muchos amigos nuestros así, que guardan el recuerdo de su pueblo como un perfume. Cada día se aroman el espíritu con unas gotas y, de cuando en cuando, vuelven aquí para llenar el frasco. En la plaza de Santa María, oyendo el reloj de la plaza de Toledo, entrando en la confitería de Lope, bajando a la calle Valencia, postrándose ante la imagen de la Virgen de Guadalupe, hablando con un familiar, enredando memorias con un amigo. Hay muchos así, que sienten la necesidad de Úbeda cada año para seguir con un optimismo, con una provisión de belleza, con un viático de fervor ético, estético, religioso o poético, camino adelante. Úbeda da gratis —quiero decir que da con gracia y de gracia— estas limpias y clarísimas vivencias de plata a todos cuantos vienen en su búsqueda.
Pongo de ejemplo a estos dos amigos que se llaman Fernando y con los que he saboreado «ubederías» recientemente. Son Fernando García de Castro y Fernando Álvarez Ruiz. Con ellos sostenía yo una correspondencia de «alma a alma» a través de las colaboraciones de ambos en GAVELLAR. Los dos habían dejado Úbeda casi en su niñez, pero la separación, que primero pudo parecer desgarrón, luego se consoló en bálsamo de remembranzas fértiles. ¡Oh, esas remembranzas que abarcan a los infinitos mundos del niño que se fue pero que no perdimos! Fernando García de Castro y su gentil esposa, tranquilos e incesantes viajeros, han estado en Úbeda unas jornadas después de haber pasado el verano en el Kilimanjaro. Se les adivina en la mirada y en el modo de hablar la curtida sapiencia de quienes van a todos sitios; de quienes están preparando en cada momento la cordial andadura —y la fecunda «vividura»—, sin considerarse nunca de vuelta de nada. Consuela hablar con personas así, en una coyuntura histórica en la que todo el mundo —más o menos— presume de estar de vuelta de todo, sin haber nunca llegado de verdad a ninguna parte. Pero en Úbeda, Fernando y Ana María quieren no pasar de paso. Fernando me dice que cuando se cansen, si alguna vez se cansan, vendrán del todo a Úbeda no a descansar, sino a viajar por dentro de la profundidad de Úbeda. Y acertaba, porque este pueblo no es propiamente una estación de término, sino encrucijada cordial, empalme para las mejores rutas del espíritu. Úbeda es ocasión para seguir jubilosamente cansados, transmutando recuerdos en proyectos y memorias en limpias urgencias nuevas. Tan clásica, Úbeda es, sin embargo, un poco surrealista para los ágiles de espíritu, para los que no se duermen en su sueño, sino que despiertan en él. Como Ana María. Como Fernando García de Castro...
Como Fernando Álvarez. Otro Fernando al que delicadamente le duele Úbeda como una íntima llaga de purezas. Fuerte Fernando Álvarez en nobles convicciones rotundas, Úbeda le sirve de estímulo y de lanceta. Pero también de sedante a su alma, siempre levantada, avizorante, inquieta. Fernando Álvarez, menos viajero por la Geografía que Fernando García de Castro, no por eso es hombre quieto. Desde los «historiódromos» de Toledo y Extremadura —y perdón por la palabra que se me ha ocurrido— encuentra cada día preparados los vuelos que hacen, al par, épica y lírica su pluma.
Todavía no se ha terminado septiembre. Y en estas vísperas de San Miguel, yo deseo enviar desde GAVELLAR un emocionado recuerdo a todos los ubetenses que vuelven cada año a Úbeda en pos de sí mismos, atrapando al niño que fueron, recobrando fluido para vivir y para seguir creyendo que vivir es empresa que merece la pena. En Fernando García de Castro y en Fernando Álvarez Ruiz, quiero personificar esta vez este entrañable afecto. Muchas gracias por haber venido.
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