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Estimo, precisamente, que en Ubeda nadie se cree cariátide inmóvil. Hay, por supuesto, en el hombre —en cualquier hombre— el peligro de convertirse en estatua de sí mismo. Pero eso no es peculiar de estas ciudades con historia y con piedras, sino quizás más bien el fenómeno se prodiga en las ciudades triunfalistas que esperan demasiado del improvisado esfuerzo del instante y que carecen de resguardo. Hay que decir que la historia no eclipsa a los hombres del presente. Ni los eclipsa, ni los amengua, ni los debilita en una resignación o en una beata contemplación del pasado. Eso es un tópico muy extendido. No conozco en Ubeda a nadie que viva de recuerdos ni de nostalgias. Aquí cada uno vivimos de esfuerzos más o menos ilustres y, desde luego, aquí todo el mundo sigue adelante sin que la contemplación de los monumentos mineralice ninguna ansia. Por lo demás, siempre ha habido una pululación de ubetenses egregios que llevan no sólo el nombre, sino la gracia, la finura —y diría yo que inclusive el talante dinámico de la ciudad— a todas las latitudes. Entre las piedras blasonadas de nuestras calles —que no tienen en ningún barrio nada de sórdidas— y de nuestras plazas, se formó y se forma el espíritu generoso de muchos hombres que no encuentran estéril su vida —¡por Dios!—, sino fértil, dedicados ellos a algo más que a estrujar sus melancolías. Y, desde luego, no existen gentes aquí que renuncien a la resolución de ningún actual problema por el hecho de sentirse contentas —eso sí— de vivir en un ambiente en el que la sugerencia del arte y la lección de la historia obligan más bien a las soluciones. Las cosas pueden mirarse al revés y, así, quizás se llega al «descubrimiento» de que Ubeda y sus hombres sirvan como somníferos. Cierto que la ciudad es un «reposadero» —que diría Unamuno—, pero eso es más bien para el que viene de afuera. Cuando se está dentro se trabaja y duro. Sin que esto sea obstáculo para esa dosis de vida interior que a muchos que trabajamos sin descanso nos sugiere la contemplación, nada paralizante y sí enormemente estimulante de nuestros monumentos, que están como coágulos de historia, como testimonio innegable de energías, de afanes, de entusiasmos.
Por lo demás, el drama de Ubeda, si lo hay, es el de cualquier ciudad del mundo. Gente que se queda porque quiere, gente que se va porque no le gusta o gente que se va por necesidad. No encuentro en ninguna parte que el fenómeno de la emigración se dé más en los pueblos con historia. Las posibilidades de desarrollo en Ubeda son, probable y demostrablemente, superiores a las de otros centros de población con su mismo censo. ¿Cómo vamos a poder admitir que en este pueblo el futuro sufre la obstrucción del «ora y bosteza»? Eso lo escribió Machado en 1913 de algunos burgos hispanos. De entonces acá ha pasado mucha agua bajo los puentes. Es un tremendo comodín recurrir a Machado siempre que se denuncian los males de nuestra Patria, nada menos que en 1976. En 1976 los españoles tienen nombre, y en ellos el nombro es fuerte, para mejor resalte del hombre. Por supuesto la «historia de hoy es progreso en la libertad y en la participación». Es frase estereotipada que no copiamos de ninguna parte. Pero este progreso no está reñido con la tradición —«lo que no es tradición es plagio», decía Eugenio d'Ors— y es excesivo que existan personas tan escrupulosas que se planteen problemas de conciencia ante la petrificación de Ubeda (?).
Nada de triunfalismo, pero nada de derrotismo. Por supuesto, es de agradecer la inquietud de quienes porque aman a Ubeda temen que Ubeda se estanque. Es un peligro que amenaza a todos los progresos. Al personal de cada hombre, uno a uno, y también al progreso de la sociedad en general. No está Ubeda a salvo de ese peligro. Pero si cae en él no será, ciertamente, por culpa de que constituyamos una ciudad histórica y porque de vez en cuando nos soplen sanos vientos del pretérito. Quedan los suficientes hombres en Ubeda para seguir con ella adelante. No hay tragedia. No hay drama. Y aspiramos a una armonía : la de cohonestar la actividad que no cesa con la belleza de la contemplación que tampoco cesa. A mí —y como a mí muchos— no es que me embobe en una tonta y embebida admiración, pongo por ejemplo, la plaza de Vázquez de Molina. Pero veo y siento que actúa de auténtico «regulador» de la vida de la ciudad. No nos damos cuenta, pero así es. No se trata de una consideración poética. El mismo hecho de que Ubeda haya sido declarada recientemente en un organismo internacional «realización ejemplar», no es un piropo que pueda aplicarse exclusivamente a nuestros antepasados del XVI. Lo es también, en buena parte, para los de ahora que sabemos conservar —porque hay hombros para ello— un prestigio. Y que, ciertamente, orientados por el monumento, el blasón, la piedra ¡y el espíritu que bajo estas manifestaciones subyace!; sabemos, sin embargo, andar con paso propio. Y, posiblemente, firme.
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