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Año tras año, el primer artículo que ha venido apareciendo en GAVELLAR se titulaba así: «Carta de Úbeda». Remitente: Juan Pasquau.
Ese ingrediente enigmático que se da con frecuencia en la vida del hombre hizo que la «Carta de Úbeda», de la feria del año 1975, llegase tarde a nuestra Redacción.
Aquella coincidencia nos permite hoy prolongar la presencia de Juan Pasquau en nuestras páginas, prolongar el adiós.
Lo dice él así en esta carta:
«En Úbeda..., la gente dice "adiós" con un tono especial. Yo no he captado aún ese tono con que decimos adiós los de aquí. Parece que es alargando la O última, de una manera prolongada, corno si quisiéramos dar más espacio a la efusividad cordial».
GAVELLAR, con este artículo, este adiós, quiere dar más espacio a la efusividad cordial que, de siempre, le ha ligado a Juan Pasquau.
Octubre y todo eso. Cuando ya hay canas en la cabeza se experimenta la sensación de que, como las cosas han pasado ya tantas vences delante de uno —por ejemplo, la feria—, pues pierden aliciente. Pero, a lo mejor, no. La feria y todo eso (octubre que viene, detrás, con sus hojas de otoño; el curso que empieza con las librerías llenas de escolares que adquieren sus textos cada día más caros; las lamentaciones de los labradores por la lluvia escasa, cuando se sabe que hace veinte años, por esta época, ya habían caído «dos cuartas» de agua...), todo eso y más, ocurre puntualmente en estas fechas. Fechas, de otra parte, tan llenas de entrañable recogimiento. Porque el otoño viene, en buena parte, para «recogernos», para que nos ciñamos a nosotros mismos, para que veamos que un hilo de sutil melancolía sienta bien al espíritu. En Úbeda, sobre todo, se advierte esto muy bien. En el «veranazo», nuestro pueblo pierde hondura y carácter. Se descamisa su índole de ciudad afiliada al noble recato, a la secreta hondura. Es muy natural. Pero luego —ahora— encanta que el pueblo recobre su prestancia. ¡Ah, que no se trata de una prestancia enfática, antipaticuela, de pueblo que presume de esto y de lo otro, de gente que se engríe. Yo quisiera que en Úbeda nadie hablara con énfasis y con suficiencia estúpida. Eso degrada un poco. Aunque la inmodestia esté de moda en muchas partes, es siempre inelegante. He estado hablando hace unos instantes con un señor que ha venido de visita a Úbeda y que me dice que tiene aquí muchos amigos. Eso sí que está bien. ¡Que los ubetenses sirvamos para amigos. Me decía este hombre: «En vuestro pueblo, la gente dice "adiós" con un "tono especial"». Yo no he captado aún ese tono con que decimos adiós los de aquí. Parece que es alargando la O última, de una manera más prolongada, como si quisiéramos dar más espacio a la efusividad cordial.
En fin, octubre es tiempo de expectativa, de comienzo. Hace años, por ahora, comenzaban las castañas y las castañeras. Recuerdo los montones de castañas en la plaza de Toledo, junto a la plataforma central que existía antes de la última urbanización del recinto. También recuerdo cómo antes, al llegar este tiempo, en los escaparates se enfilaban muchos, muchísimos paraguas. Ahora —es curioso—, el paraguas no es artículo de escaparate. Es un adminículo (?) que frecuentemente esquivamos, y que si perdemos con frecuencia no es sino porque —quizá en el subconsciente— deseemos desprendernos de él. El paraguas es un residuo decimonónico que apenas ha experimentado transformación; sobre todo, el paraguas de hombre es invariable en color, disposición y tamaño.
Y, a fin de cuentas, se aproxima noviembre. Los preparativos para el invierno son menos aparatosos que antaño. Yo estimo que aquello de «riguroso invierno» ha perdido vigencia. Ni la despensa ni la indumentaria se disponen para el invierno con aquella prosopopeya de entonces, cuando se entraba en la estación friolenta y lluviosa y ventosa como en un túnel. Cuando en el umbral de noviembre la «matanza del cerdo» era un ritual. En las casas «se estaba de matanza», como después «se estaba de limpieza», etc. «En casa ya hemos pasado la matanza», se decía. Luego, un mes o dos después, se decía: «En mi casa ya hemos pasado la gripe...».
¿Qué invierno nos espera?, se preguntaba la gente, entre temerosa y suspicaz, cuando el «enemigo público» número uno era la pulmonía, que se agazapaba detrás de cada esquina para su caza y pesca... «Dichosa edad y dichosos tiempos aquellos —me decía hace poco un amigo, parodiando el lenguaje de Don Quijote—, en que se moría de pulmonía.» ¿Por qué, por qué dichosa edad?, le he preguntado. Pues porque —me ha respondido con cierta dosis de humorismo— aquella era una muerte sana, una muerte de una vez, «a cara y cruz», como Dios manda. Ahora, todo sucede de otra forma. Ahora, todo sucede más tontamente. Quise seguir el hilo del discurso de este amigo, ya maduro, que ha terminado declarándome esta creencia suya. Ahora, todos somos más inteligentes; pero la vida, el mundo, el ámbito que respiramos es más torpe, está más enrarecido que nunca. Pero esto se nota todavía más en las capitales que en los pueblos. Lo cual, para mi amigo, supone un consuelo.
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