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[La Semana Santa y el descanso]

Juan Pasquau Guerrero

en Gavellar. Nº 14 y 15. Marzo de 1975. Carta de Úbeda

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A estas alturas de 1975 muchos cristianos creen haber descubierto que la manera de celebrar la Semana Santa es... el descanso. Tienen una teoría bastante cómoda —es decir, bastante poco cristiana—; consideran que el ocio es un excelente caldo de cultivo para ese fervor religioso que siempre exige «por definición» la Semana Santa. Y por eso se van a Torremolinos, a Benidorm o a la sierra, descuidados del todo de Cristo los más, y esperando los «escrupulosos» su encuentro con el Señor; ellos, los cristianos, en traje de baño, y Él, Cristo, deshecho, herido y macilento como un náufrago. Pero yo no sé cómo puedes irles con el método. Al fin, presumo los náufragos son ellos. Tiene que deshilachárseles, entiendo, la fe en un disolvente de frivolidad que ellos pretendían no pasase de serenidad. ¡Bah! También dicen —no pocos— que lo que se trata es de preparar la Pascua y que el agobio de cruces, Dolorosas, marchas dolientes que en Semana Santa llenan pueblos y ciudades, constituye un lamentable paréntesis que bueno es ir desatendiendo y olvidando. Y no es que lo digan, pero insinúan esto: Nos interesa sobre todo el Resucitado. Nos interesa más que el Nazareno con la cruz a cuestas. ¡Vaya por Dios! Todos sabemos —y no ha tenido que llegar el progresismo católico para enterarnos de ello— de que la prueba de la Divinidad de Cristo está en la Resurrección, con tal de que es esgrima la Resurrección como una verdad que sucedió en el tiempo, y no (según insinúa Bultman) como un maravilloso símbolo, que deriva hacia el mito y que nada más «sucede» cada día en el buen ánimo del cristiano dispuesto a la propia conversión. Y entonces, concebida la Resurrección como verdad que sucedió en el tiempo para consuelo y esperanza del hombre, se nos presenta como un hecho enteramente lógico. Ni siquiera, entonces, la Resurrección es un misterio. Lo ilógico, lo absurdo hubiese sido que no hubiese resucitado. Al creer en Cristo Dios, la Resurrección no es sino una ratificación para el afianzamiento de la fe. Un motivo infinito para dar gracias a Dios. Ahora bien: es la Redención el verdadero misterio. Es la Crucifixión el momento que define la «salvación» del hombre. Cristo nos redime al morir. Así es que la Pascua es el júbilo mayor del cristiano, pero ha de ir precedida de la conmemoración del Dolor de Cristo. Y no hay escapatoria: prepararse a la Pascua sin pasar por la penitencia o, al menos, sin la consideración del misterio de la Cruz de Jesús, es «saltarse» lo más importante del texto ¡Qué actuales son las frases de Tomás de Kempis!: «Muchos te siguen —exclamaba— en la hora del triunfo; qué pocos en la hora de la Cruz.»

Bueno, pues todo esto. En Úbeda creemos aún —y nadie nos lo quitará de la cabeza, nadie, ¡nadie!— que traer a la calle al Señor crucificado, al Señor cargado con la cruz, a las Dolorosas, en Semana Santa, es una manera «a lo grande» de demostrar una fe y de tratar de contagiar una esperanza. Cierto que en las procesiones hay muchos defectos y que la piedad que reflejan deja a veces mucho que desear. Pero yo reto a que alguien me demuestre que un Viernes Santo, en las ciudades de Semana Santa, sin procesiones va a traer un aumento del fervor cristiano. Yo sé, porque lo he sentido y lo siento, que hay numerosísimos cristianos que experimentan más viva su caridad y su esperanza debajo del hábito de penitente. También pasa eso con algunos, con muchos, jóvenes. Yo conozco a mis hijos: tienen diecinueve, dieciocho, dieciséis años. Dos son ya universitarios. No les ha «servido» la Universidad para desdeñar la Semana Santa. Desde que tenían dos años visten la túnica de Jesús en la mañana del Gran Viernes. Y el menor de ellos me acaba de decir: «Cada Viernes Santo he crecido.» Y está claro que se refiere a su fe cristiana.

1975. Muchos —termino como empecé— creen descubrir a Cristo en el descanso. Úbeda persiste en su afán de descubrirlo en la piedad cansada, ajetreada, llena de tradición, de emotividad, de comunión con los vivos y muertos. Una Semana Santa que preside el Señor en cada uno de los «pasos» procesionales. Y que inevitablemente nos recuerda la súplica que hacía Quevedo en su lecho de muerte: «¡Mírame, Señor, en el Rostro de Jesucristo!» También viendo a Cristo —Segunda Persona de la Trinidad— en el Crucificado, nos sentimos mucho más inclinados a ver a Cristo en todos cuantos padecen. ¡Por Dios, la imagen de Cristo crucificado ayuda y nunca estorba! Estimo sinceramente que las «adherencias» procesionales no son suficientes para abominar de las esencias de una religiosidad enraizada en los siglos. Y que sirve de estímulo y de revulsivo, si acertamos a obrar con inteligencias, de las piedad de las nuevas generaciones.