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Yo —decía aquel hombre en la intimidad de sus amigos— no creo en Dios. Era un ateo calvo y sin hijos. Y como confesaba su incredulidad con tanto desparpajo, con tanta seguridad en sí mismo, los amigos —que no eran ningunos teólogos, ni ningunos apóstoles— temían objetarle con argumentos sencillos, por miedo a que él —el ateo— los tuviera por doctrinos ingenuos. No caían en la cuenta de que las demostraciones complicadas de la existencia de Dios, tenían una validez menor que las demostraciones sencillas. No caían en la cuenta de que la claridad del agua, es difícil de explicar mediante la química, y facilísima, en cambio, de comprobar con los ojos de la cara.
He dicho que se trataba de un ateo calvo y si hijos. Tengo que añadir que, sin embargo, un día, Dios le concedió un vástago cuando ya desconfiaba de tenerlo. Entonces, siguió con su impiedad de siempre, pero se estimo al fin con una misión en el mundo. La de educar a su hijo en la incredulidad.
La pedagogía del ateismo no tiene problemas. Niega todos los problemas. El niño es bueno de por sí. No hay que perfeccionarle, pues. El niño aprende naturalmente; no hay que instruirle usando de éste o el otro esfuerzo. No hay problema de pubertad alguno; que el niño desarrolle, en espiral, sus instintos —los que sean—, y ya está el hombre.
Creció el hijo del ateo calvo. Cumplió los siete años.
—Papa, ¿quién ha puesto las estrellas en el cielo?
—Es sencillísimo, hijo. No las ha puesto nadie.
—Entonces, ¿por qué están allí?
—Es facilísimo de comprender, hijo mío. Forman parte del universo. Como tú y como yo.
El chiquillo quedaba convencidísimo —porque no hay niño que no se convenza enseguida de cualquier cosa— y se iba a jugar.
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Pero a los siete años, no se le pueden ocultar a los chiquillos algunas cosas. Por ejemplo, el ateo calvo sufría horrores porque no le podía ocultar a su hijo que existía una fiesta llamada Navidad.
El chiquillo tenía amigos. Los amigos del chiquillo tenían padres que creían en Dios; padres que les compraban figuritas de nacimiento, que les hablaban del Portal de Belén, del Niño Jesús, de los Reyes Magos...
—Papá, ¿no sabes una cosa? —le dice un día el nene a su padre ateo y calvo—. ¿No sabes una cosa, papá? Existe Dios. Dios es uno que nació en un portal después de hacer el sol, la luna y las estrellas. Todos mis amigos de la calle lo saben porque se lo explican en la escuela. ¿Por qué yo no voy a la escuela?
—Hijo mío; eso son cosas de la gente, de los chiquillos. Dios no existe. Yo te demostraré que Dios no existe cuando puedas comprenderlo, cuando seas mayor.
—Entonces, ¿por qué nació Dios en la Nochebuena? Hoy es Nochebuena.
—Todas las noches son buenas, cuando no llueve ni hace viento, chiquillo.
—Entonces, ¿por qué los Reyes adoraron a Dios?
—Los Reyes... Verás.
—A todos los niños les traen cosas los Reyes. A mí también ¿verdad?
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Las cosas —hasta las mayores desgracias— ocurren facilísimamente. EL hijo del ateo calvo se puso enfermo el día 4 de Enero y se murió en la noche de Reyes.
Una hora antes de expirar, debatiéndose en la fiebre, le dijo a su padre, el ateo calvo:
—Ya sé por qué no me traen nada los Reyes. Un chiquillo me lo dijo; yo no estoy bautizado.
El ateo, sin poderse contener, dijo:
—Yo te bautizo en el Nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo. Y roció con agua al chiquillo.
Dicen que después los ojos del ateo se impregnaron de lágrimas. Las cosas —hasta las mayores venturas— ocurren así, facilísimamente.
MAXIMINO
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