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“ATENDER”, en el castellano del Quijote, tenía el significado de esperar. Se puede, además, ser atento en el sentido de ser hombre cortés. En cuanto al no estar atento coincide, en todo caso, con la ausencia de interés de quien ve o escucha. Se imbrican las tres acepciones, ya que la confianza en los valores reales o posibles del prójimo es como la determinante de la cortesía, y ya que el atento interés hacia algo o alguien hace nacer la esperanza donde no la había. De la misma manera que una actitud de amor engendra amor –según la fórmula de San Juan de la Cruz– donde no había amor.
Pues entonces, quizá, la mayoría de los males vienen por falta de atención, que es como decir deterioro de la esperanza. “Sabe escuchar”, decía Azorín de su Don Juan, y ya, alrededor de estas tres palabras, trenzaba entera su semblanza. Cuando escuchamos al interlocutor, en seguida, poco o mucho, se nos hace interesante. Y como se nos hace interesante, lógicamente, nos ponemos a la expectativa: esperamos su razón chica o grande, su palabra alada o de barro..., su acto. De ahí que no hay hombres despreciables. Creer eso constituye el más sano de los orgullos.
Pero no es que atender al prójimo sea, probablemente, una generosa caridad. Hay gente condescendiente, amable, que desde su torre –desde la almena de su superioridad– se digna atender caritativamente, a quien considera más pobre, más bajo o menos inteligente. Eso vale poco. La caridad para que sirva ha de ser un poco interesada. Interesada en el sentido de atenta. Atenta en el sentido de que espera algo bueno de lo que fuera de ella existe o de quien no es ella misma. Todos conocemos a individuos que se creen buenísimos porque esto, lo otro, o lo de más allá lo hacen “por caridad”. Cuidado, cuidado. ¡Cuántas veces quienes hacen caridad debieran pensar que son ellos más bien los que necesitan de ella! La misericordia es siempre mutua. Y no somos nadie el dueño de un amor que deba darse sonrisa a sonrisa, limosna a limosna, hoy un favorito y otro mañana, todo bien administrado. También los otros tienen su tesoro, menor o mayor, de amor del que nosotros necesitamos. Se equivocan los que se sienten contentos y dicen: al par, hay que pedir. El amor de caridad es, como cualquier otro amor, es un comercio (en el más egregio sentido), un cambio, una comunicación de dirección doble. Seré el más necio de los hombres cuando crea que el amor circula exclusivamente desde mi corazón; desdeñado, no atendido, no esperando el amor que hacia mi circula. ¿Por qué esos altivos sin altura que endulzan de falso arrope al espíritu al compadecer y que palidecen de ira al ser compadecidos? ¡Vaya si los hay! Pascal sabía que todos somos cañas, cañas pensativas. Entonces la compasión es de todos para todos. No hacen caridad las cañas de mayor tamaño. ¿Sirve de algo a las cañas el tamaño? La desgracia es el viento que sopla violento sobre el cañaveral. Quizá nada más desde este entendimiento el auténtico amor es posible. Debemos amarnos los unos a los otros, sin establecer una división entre los que dan el afecto y los que lo reciben, sino para constituirnos en mutualidad de pobres, de necesitados de recíproco cobijo, auxilio, atención, interés...consejo.
Hay que acostumbrarse a esperar mucho –casi todo– de los otros. Esto será entenderlos al atenderlos. El hombre muy inteligente suele caer en la tentación de que todo lo sabe o puede saberlo y, entonces, claro, siente compasión, lástima , de quien nada sabe. ¡Cómo lo humilla el hombre contante y sonante, vulgar y corriente, que un día, cuando menos se lo esperaba, le enseña una cosa nueva! De la misma manera todos los demás ricos –el rico de dinero, la espléndida de belleza, el eufórico en salud– caen en el orgullo de sentirse dispensadores del bien y de lo bueno. No, no; nada de eso. El hombre por naturaleza es un dispensado. Dispensador, por naturaleza, nada más es Dios. De manera que, para no engañarse, conviene a todos el alterno juego de corregir y de ser corregidos, de sentirse rico por un flanco y pobre por el otro, bueno de arriba abajo y malo de abajo arriba, sano por la derecha y enfermo por la izquierda, sabio y necio según la ocasión, como aquella “Lilí de los ojos color de tiempo”.
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