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A la vida se la puede querer, también, desinteresadamente. Se la puede amar, por lo que ella es, no por lo que ella nos da... ¿Y si no nos da nada? Si no nos da nada —ni dolor siquiera—, también se la puede querer. Es la última filosofía —o filosofía en última instancia— de este buen hombre que, en la verbena o en la romería, en el jardín público o en la acera, al borde de la calle, ironiza a costa del "romántico Don Nicanor".
¿Ven ustedes al hombre? ¿Lo observan en su gesto pensativo, sabio, siguiéndose por dentro, atento a su pendulación íntima mientras, delante de su mirada, en apariencia indiferente, Don Nicanor reitera el grotesco aspaviento de siempre? Sopla el hombre en el canuto al tiempo que, con la diestra, dirige el elemental tinglado de una farsa sucinta e ingenua: prodigiosamente ingenua; desnudamente histriónica.
Ya está el hombre —en la romería o en la verbena, en el parque o en la acera— situado ante la gente. ¿La gente? ¡Qué espectáculo! ¡La gente! ¡Qué estupenda curiosidad!... Está Don Nicanor "tocando el tambor". En tanto —miradle— su artífice, humanísimo y paciente, se pone a tejer, con la lanzadera de su pensamiento, todos los hilos dispares —¿cabos sueltos?— de la vida. Le sobra la tarde para pensar, para rumiar, a nuestro filósofo...
Le preguntaríamos, le interpelaríamos de buena gana:
—¿Qué temes? ¿Qué sueñas? ¿Qué deseas? ¿Es más lo que tienes? ¿Es más lo que has perdido?
Pero nuestra inquisición sería en vano. El no es hombre de "balance". Ni tiene, de seguro, cuenta corriente con la vida. Nada más, él se pone a observarla desde su puesto estratégico. Las parejas de novios pasan a su vera, sumidas en su mundo aislado y aislante. Piensan, a lo mejor, si es que le ven, que su existencia, sin flora ni fauna de deseos, ha devenido en paisaje lunar. Y los niños que se detienen un instante frente a sus muñecos, ¿no le admiran primero, para, en brusca transición, despreciarle después? Pues... ¿y esos burgueses ostentosos de vientre y de prudencia, que le miran de soslayo, que le compadecen?
La compasión. La estéril y vieja —falsa— compasión. Especulamos mucho los hombres con la compasión. Cuesta tan poco... Con "mucho gusto", sin ningún inconveniente, estamos siempre dispuesto a compadecer. Porque se compadece gratis. Nuestro egoísmo, se encarga de que compadecer no nos produzca padecimiento. Al contrario, compadecer depara la satisfacción de comprobar cómo quienes padecen son los otros...
Vanidad, no obstante, la de creernos más felices que el hombre del "Don Nicanor". Vanidad la de acercarnos a él con la limosna de una palmadita al hombro. ¿Quién dice que él padece? Más bien, insistimos, es que tiene su vida vacante, sus horas libres para, ver, desde su puesto estratégico, desinteresadamente, a la vida. Y las vidas. Las vidas de quienes ante su ocio —agitados, serenos, enamorados, tristes, eufóricos, desalentados, optimistas, risueños, ilusionados, apesadumbrados— pasan...
—"¡Al Don Nicanor!" —grita, mientras dentro de su mismidad gira el molino gozoso de les pensamientos.
Porque el mundo es un calidoscopio y se le ofrece en espectáculo. Ha elegido este o f i cio raro... ¿Cómo lo iba a elegir si no fuese un filósofo? Hay mil maneras de ganarse la vida. Pero ganarse la vida es poco... Hay —eso sí— poquísimas maneras de "entender" la vida. Cuando se le piden cosas al mundo (y todos los que ante él pasan son pedigüeños de la vida y del mundo), hay el expediente de infinitos trabajos y ocupaciones. Pero él...
Él, sin decírnoslo, nos lo enseña:
Yo —nos insinúa con su gesto sin deshacer el hermetismo de su silencio— quiero a la vida por la vida misma. Vivir para ver, para saber, para entender. Dios nos ha dado la vida. Es su regalo. La mayoría de los hombres viven para que la vida les regale. Y no es eso. No es la vida para regalar. El regalo es la vida.
Claro que sí, buen amigo. La mayoría de los hombres nos cruzamos contigo sin entender tu ironía. ¿La mayoría de los hombres tenemos nuestra vida convertida en un Don Nicanor? ¿Un "Don Nicanor" grotesco cuyos hilos pulsan manos extrañas, ignotas? Llevas razón de todas maneras. Nuestras acciones tamborilean como tus muñecos. Tamborilean por la mecánica de las pasiones sometidas al primer ocasional viento... que nos sopla. Nada de extraño que, luego, nuestros movimientos sean tan tristes, tan torpes, tan absurdos... ¿Por qué seguimos necios? La vida —tú lo muestras— no puede regalarnos nada. Tú lo enseñas: El regalo es la vida.
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