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ORDEN..., PERO MÁS

Juan Pasquau Guerrero

en Diario ABC. 9 de diciembre de 1964

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Gusta el orden; a todo el mundo agrada el orden. Sin él, la misma verdad se entorpece o degenera. Pero ¿y los ordenados? ¿Gustan a todo el mundo, y siempre, los hombres ordenados? Según. A veces, la palabra tiene un deje peyorativo:

—Es muy ordenado y minucioso. Ten cuidado con sus cuadrículas.

Nos ponemos en guardia instintivamen­te ante las personas exactas. ¿Cómo, si el orden es una virtud, una gran virtud?

Es que existe cierto afán de rigor que, cuando acomete a alguien, corre peligro de convertirse en manía; es decir, corre el riesgo de trocarse en una obsesión o en un fanatismo. Y como todos los fana­tismos toman el rábano por las hojas, co­mo adolecen de una tendencia fatal a manifestarse en lo cortical, en lo acceso­rio, descuidando los fundamentos..., dé ahí la enorme paradoja de que indivi­duos "muy ordenados" concluyan en la locura o en la estupidez, defectos que, na­turalmente, constituyen el máximo aten­tado contra el orden.

Los hombres puntualísimos en todo ins­tante, los que se ponen enfermos cuando un cuadro de la habitación no sigue es­trictamente la dirección de la plomada, los que no soportan un papel fuera de su sitio, aunque el papel no merezca el sitio; los que no toleran, sino a cambio del co­rrespondiente berrinche, una mota de pol­vo en la solapa..., las personas, en fin, que se escandalizan ante un acento de más, una coma de menos, una manchita presente o un rasguito ausente, los calí­grafos de la moral y del pensamiento, que viven de la minucia y del detalle, han hecho del instrumento un trabajo, y del medio, un objetivo. Han invertido, preci­samente, el orden, trastornando la jerar­quía de las categorías mentales. Aspira­ban, quizá, nada más a vivir con orden, pero terminan viviendo para el orden. Y entonces el orden ya no es tal. Mons­truosamente crecen sus células y ahogan al espíritu. El tumor prolifera violenta­mente, invade, inunda...

—Pero, oiga, ¿ese señor se ha vuelto loco? Acaba de enfurecerse porque la car­peta que estaba ayer a la izquierda de su mesa apareció esta mañana a la de­recha.

—Compadézcalo, hombre. Se le desen­cadenó el orden. Tiene un cáncer de efec­tos incurables.

Porque sin orden, ninguna virtud es po­sible. Ni la virtud del orden. Habría que aconsejar en determinadas ocasiones:

—¡Decídase a ser ordenado en eso del orden. ¿Sabe que no va por buen ca­mino?

San Agustín definió: "Belleza es el es­plendor del orden." Es como expresar, tá­citamente, que el orden tiene como mejor cualidad el esplendor, la luz. Es como ma­nifestar que su vigencia diafaniza las co­sas, proyectando su fulgor sobre el oto y dejando en el anonimato a los pedruscos de la senda. Porque, si es de buena ley, penetra, atraviesa la corteza de las cosas y de las almas, instalándose dentro. Si se detiene con exceso en lo externo, inu­tiliza sus rayos, pierde su corruscante fer­vor. Para ser fiel a su cometido, para cum­plir el fin para que fue creado, tiene que interiorizarse en lo hondo, dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.

Pero confundimos. Llamamos desorde­nados a los individuos que descuidan el nudo del zapato, y despistados, a quienes, quizá por saber demasiado a donde van sus juicios y sus ideas, equivocan la calle al doblar la esquina.

Es estupendo, sí, que haya señores que se conozcan todos los reglamentos, hora­rios y ordenanzas; que tengan preparado "un sitio para cada cosa y una cosa para cada sitio"; que declaren la guerra a la mancha y a la arruga; que exhiban su en­tusiasmo hacia la clasificación alfabéti­ca, hacia la balanza de precisión y hacia el ángulo de noventa grados. Es confor­tante hallar devotos así... El peligro em­pieza cuando esos u otros señores incu­rren en el absolutismo de pensar que la inteligencia, la bondad o la justicia deben supeditarse a su reloj y hacerse feudata­rios del Sistema Métrico Decimal. Enton­ces, la letra vence al espíritu y la orde­nanza triunfa sobre el orden. Entonces, la cuadricula, erigida en reina, no perdo­na ni a la mismísima Geometría que la engendró.

Van quedando, en cambio, escasos hom­bres que brinden orientación, normas de conducta, rectitud de criterio, orden in­terno. El orden está en el cerebro —si no es que está en el corazón—, y las gentes seguimos creyendo que radica en la raya de los pantalones. Despiste es perder la pista de la verdad, y la gente seguimos opinando que despiste es dejarse olvidado en la mesa de noche el talonario de che­ques. Pero, ¿por qué el propósito de qué el orden se parezca a un guardia? Y, ¿por qué asemejarlo a un golpe de tambor, cuando es una música que va por dentro? ¡Ese prurito, por otra parte, de buscarlo en las oficinas y no en las ideas!

Orden, pero... ¡más! Es decir, orden, pero a nivel más alto.