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Gusta el orden; a todo el mundo agrada el orden. Sin él, la misma verdad se entorpece o degenera. Pero ¿y los ordenados? ¿Gustan a todo el mundo, y siempre, los hombres ordenados? Según. A veces, la palabra tiene un deje peyorativo:
—Es muy ordenado y minucioso. Ten cuidado con sus cuadrículas.
Nos ponemos en guardia instintivamente ante las personas exactas. ¿Cómo, si el orden es una virtud, una gran virtud?
Es que existe cierto afán de rigor que, cuando acomete a alguien, corre peligro de convertirse en manía; es decir, corre el riesgo de trocarse en una obsesión o en un fanatismo. Y como todos los fanatismos toman el rábano por las hojas, como adolecen de una tendencia fatal a manifestarse en lo cortical, en lo accesorio, descuidando los fundamentos..., dé ahí la enorme paradoja de que individuos "muy ordenados" concluyan en la locura o en la estupidez, defectos que, naturalmente, constituyen el máximo atentado contra el orden.
Los hombres puntualísimos en todo instante, los que se ponen enfermos cuando un cuadro de la habitación no sigue estrictamente la dirección de la plomada, los que no soportan un papel fuera de su sitio, aunque el papel no merezca el sitio; los que no toleran, sino a cambio del correspondiente berrinche, una mota de polvo en la solapa..., las personas, en fin, que se escandalizan ante un acento de más, una coma de menos, una manchita presente o un rasguito ausente, los calígrafos de la moral y del pensamiento, que viven de la minucia y del detalle, han hecho del instrumento un trabajo, y del medio, un objetivo. Han invertido, precisamente, el orden, trastornando la jerarquía de las categorías mentales. Aspiraban, quizá, nada más a vivir con orden, pero terminan viviendo para el orden. Y entonces el orden ya no es tal. Monstruosamente crecen sus células y ahogan al espíritu. El tumor prolifera violentamente, invade, inunda...
—Pero, oiga, ¿ese señor se ha vuelto loco? Acaba de enfurecerse porque la carpeta que estaba ayer a la izquierda de su mesa apareció esta mañana a la derecha.
—Compadézcalo, hombre. Se le desencadenó el orden. Tiene un cáncer de efectos incurables.
Porque sin orden, ninguna virtud es posible. Ni la virtud del orden. Habría que aconsejar en determinadas ocasiones:
—¡Decídase a ser ordenado en eso del orden. ¿Sabe que no va por buen camino?
San Agustín definió: "Belleza es el esplendor del orden." Es como expresar, tácitamente, que el orden tiene como mejor cualidad el esplendor, la luz. Es como manifestar que su vigencia diafaniza las cosas, proyectando su fulgor sobre el oto y dejando en el anonimato a los pedruscos de la senda. Porque, si es de buena ley, penetra, atraviesa la corteza de las cosas y de las almas, instalándose dentro. Si se detiene con exceso en lo externo, inutiliza sus rayos, pierde su corruscante fervor. Para ser fiel a su cometido, para cumplir el fin para que fue creado, tiene que interiorizarse en lo hondo, dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios.
Pero confundimos. Llamamos desordenados a los individuos que descuidan el nudo del zapato, y despistados, a quienes, quizá por saber demasiado a donde van sus juicios y sus ideas, equivocan la calle al doblar la esquina.
Es estupendo, sí, que haya señores que se conozcan todos los reglamentos, horarios y ordenanzas; que tengan preparado "un sitio para cada cosa y una cosa para cada sitio"; que declaren la guerra a la mancha y a la arruga; que exhiban su entusiasmo hacia la clasificación alfabética, hacia la balanza de precisión y hacia el ángulo de noventa grados. Es confortante hallar devotos así... El peligro empieza cuando esos u otros señores incurren en el absolutismo de pensar que la inteligencia, la bondad o la justicia deben supeditarse a su reloj y hacerse feudatarios del Sistema Métrico Decimal. Entonces, la letra vence al espíritu y la ordenanza triunfa sobre el orden. Entonces, la cuadricula, erigida en reina, no perdona ni a la mismísima Geometría que la engendró.
Van quedando, en cambio, escasos hombres que brinden orientación, normas de conducta, rectitud de criterio, orden interno. El orden está en el cerebro —si no es que está en el corazón—, y las gentes seguimos creyendo que radica en la raya de los pantalones. Despiste es perder la pista de la verdad, y la gente seguimos opinando que despiste es dejarse olvidado en la mesa de noche el talonario de cheques. Pero, ¿por qué el propósito de qué el orden se parezca a un guardia? Y, ¿por qué asemejarlo a un golpe de tambor, cuando es una música que va por dentro? ¡Ese prurito, por otra parte, de buscarlo en las oficinas y no en las ideas!
Orden, pero... ¡más! Es decir, orden, pero a nivel más alto.
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