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Creo que fue San Agustín quien llamó al matrimonio playa del amor. San Agustín es uno de los pocos pensadores de la antigüedad cuya prosa se acomoda perfectamente a nuestra óptica. Sin antiparras de erudición, cabe leerle con naturalidad. No hace falta ningún montaje, ninguna previa instalación mental que nos haga accesible el discurso; sus ideas se ven y su sensibilidad se percibe claramente. El africano de Tagaste es, además, desde muchos puntos de vista, bastante más moderno que ciertos filósofos actuales cuya palabra apenas se hace inteligible sino después de una iniciación a través de complicados laberintos del pensamiento e incluso de la gramática. (Algo que no va con los tiempos, porque la filosofía, hoy, o se sirve ya trinchada o no hay quien la ataque.) Pues bien. San Agustín, proceloso de temperamento, debió de pensar con frecuencia, durante su juventud de embravecido oleaje, que el matrimonio bien podía significar el remedio para buena parte de sus males. Y tuvo esta imagen preciosa: llamó al matrimonio playa. Porque hay un mar —enorme y sin figura— dentro de cada hombre: es el instinto que el buen pudor antiguo designaba de "conscupicente" —usando de la perífrasis como de una veste que cubriera su rigor— y que hoy denominamos, al desnudo, instinto sexual. Y el matrimonio, según San Agustín, ofrece a ese océano su arena. Es decir, el matrimonio acepta al instinto, pero al par, blanda y tácitamente, sin violencia, le asigna una demarcación y le encaja en su sitio, impidiéndole se erija, como suele decirse, con el cepillo y con el santo. El matrimonio domeña sin oponerse. No es roca ante la que se estrelle, espumeante, la furia de la pasión que no quiere conocer límites: al contrario, es arena que no señala en puridad, estrictamente, una barrera. Pero porque es arena, el mar cede al fin sin encresparse. Y tierra y mar se amigan. Fraternizan al instinto y la ley y desaparece cualquier confusionismo equívoco, cualquier desviación, cualquier interferencia más o menos morbosa. Una vez más, así, a la Naturaleza la vence obedeciéndola. Y se hace una figura —y hasta un sacramento— de lo que originariamente aparecía con los únicos síntomas de una fuerza.
Pero vamos nosotros a dar la vuelta a la frase agustiniana; vamos a decir: la playa es un matrimonio.
Realmente, parece indicio de un deseo —oscuro, caótico deseo sin nombre— el clamor profundo del mar. En su alta soledad oceánica el mar gime en su soltería milenaria poblada, nada más, de peces mudos, de seres que jamás acertaron con el gesto expresivo. ¿Por qué ninguna especie de la fauna marina logró salir de su silencio? ¿Qué condena es ésa? En la tierra están el balido, el trino, el rugido, el grito, la palabra... Pero no hay más sonido ni más ruido que el del mar en el mar.
Mientras acá, la tierra —alma— es una gracia desplegada. Es el auténtico espectáculo de luz y sonido para la escenificación de la vida con todas las posibilidades que la vida entraña. ¿No es lógico, pues, que el oscuro celibato del mar encadenado e impotente aparezca como módulo de lo hosco, de lo triste, de lo trágico? El océano es una naturaleza sobre la que no gravita aún la forma. La tierra es, en cambio, "naturaleza sobrenatural", como diría Carlyle.
Eternamente enfrentados tierra y mar, surge el accidente de la costa. Pero la costa es drama. Y la misma palabra "acantilado" tiene nombre trágico. El mar, cuando padece de la tierra a la vista, ya no puede resignarse: la desea con todos sus arrestos. Ruge y se enardece. Pero es la suya una tragedia inapelable, dictada por la fatalidad. La Costa Brava está diciendo a las olas: "Desechad toda esperanza." Nada tan dantesco como ciertos parajes del litoral cuya terminología misma es ya de infierno...
Únicamente la playa, suave y fácil, brinda un tálamo para las nupcias. Matrimonio para que el mar amanse sus iras. Pero, ¿qué iras? (Nunca es tan fiero el león... cabría repetir.) En la cenefa de la playa no están los monstruos arrojados del océano. (¿Qué monstruos?) Están las sirenas de tierra adentro. Porque —es lo grande— resulta que no hay sirenas sino en la tierra. Y están los niños con sus castillos de arena y sus barcos de juguete. El milagro lo ha producido la arena. Ese transigir de la costa sin renunciar un ápice de sus derechos. Ese supeditarse sin rendirse. Esa "política", en fin, que es, en resumidas cuentas, la política de la tierra en la playa y... la de la mujer en el matrimonio.
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