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Cristo en la Santa Cena.— La Pascua de los judíos tenía un sentido exclusivamente conmemorativo — tradicional—; aséptico, si, pero inoperante. Todo en ella era mera liturgia, tocada de amaneramiento. El pan ácimo, al fin, es cerno el símbolo de la Ley; de la Ley que prohibía, que podaba, que cercenaba, paro en cuyo interior, debajo de la letra, la moral se esfumaba en desvaídas acuosidades inciertas. Moral sin fuerza, sin levadura, que no fermentaría jamás. Incoherente, versátil pulpa ética bajo las cortezas rituales. Pero no viene Cristo a destruir la Ley. Se cumplen en la Cena todas las fórmulas porque el supremo Innovador no va a demoler la Letra, sino a instaurar el espíritu de la Letra; no va a fomentar ruinas, sino a alzar un Edificio habitable sobre el solar estéril. Y es entonces, pagada la tradición, cuando Él toma el pan en sus manos y, con sublime naturalidad, casi sin solemnidad, pronuncia las estremecedoras, enormes, tremendas palabras: "Tomad y comed, éste es mi Cuerpo." Su Cuerpo. Porque Él lo afirma, podemos creerlo. Bien dijo Claudel: "Sois Vos mismo quien habéis dicho que puedo comer de vuestra Carne. Así está escrito. Ni siquiera soy yo quien lo ha inventado. ¿Por qué dudaría un momento cuando vuestra Palabra es tan clara?. Sed Vos mismo el único responsable de esta atrocidad, pues no es asunto mío." Su Cuerpo. Porque Él lo mandó, la Iglesia renueva cada día la apoteósica Locura del Sacrificio "en memoria suya". ¡Repletos están los trojes, no cabe un racimo más en el preparado Lagar de la Redención, y, sin embargo, Cristo quiere que el Hecho, lejos de quedar como un Suceso —el más trascendental de la Historia—, se actualice (vindicación frente al Tiempo y el Espacio) dentro de las márgenes de cada lugar y de cada día. Para que sea Vida dentro de la vida. (Y el pan es Pan. Y fermenta la Ley, en tumulto de Amor, en las entrañas de las vides secas.)
La Oración en el Huerto.— Getsemaní está cerca de Jerusalén. El dolor está en los arrabales siempre. Nos cerca como un cinturón, allí donde un afecto levanta su torre, donde una vida ordena sus propósitos, donde un deseo alinea su poema, donde una ilusión festeja su esperanza. Del Cenáculo a Jerusalén, desde la Parasceve a la Angustia, ¡cuán corto el camino para Jesús! He aquí la flor del Sufrimiento desplegando, para Cristo, su corola siniestra. ¿Siniestra? La Diestra del Señor ha preparado el Cáliz. Es un Dolor minuciosamente acabado, en el que no falta ningún sabor acedo, sobre el que han exprimido su agraz todos los pomos trágicos. Es un Dolor cuyo Peso equilibra los pecados del mundo. En las más sutiles reposterías teológicas, en los alquitarados laboratorios del Padre, en las retortas infinitas, se ha dosificado el Elixir que la Providencia ha decretado. Es un perfecto Dolor. ¿Por qué ha elegido el Padre, como vindicta de la Culpa, el perfecto Dolor? Jesús suda sangre ante la perspectiva —avenidas sin fin— de su Pasión. Y en su carne frágil de Hombre se abren camino los escalofríos del temor. Y en su frente palidece un mar de presagios... Y hacia su corazón se desborda en torrenteras violentas el ritmo robusto de su Amor. Pero de su corazón atenazado vuelve a ascender, como un vapor, el pavor... "Padre, Padre, si es posible pase de Mí este Cáliz." Pero no: porque el Cáliz ha sido preparado, desde la Eternidad, en las retortas infinitas. "Padre, si es posible..." (Y entonces la Oración presta un ala de ángel al grávido dolor. Ya el Dolor puede volar. Sobre el Cáliz, la Oración ha destilado un crisma de Fortaleza.)
Juicio de Jesús.— Buen reclutador de multitudes es el odio. Al huerto de Getsemaní, ensoñado de luna, ha llegado la gente congregada por los fariseos y los príncipes de los sacerdotes. Tras el hiato congojoso de la desolación, Jesús está dispuesto, confortado. Aunque Pedro, Juan y Santiago duerman, aunque Judas le entregue con el beso, aunque Maleo hiera su mejilla, aunque el instinto negro de la turba tumefacta trascienda en hedores nauseabundos, aunque germine en el corazón de los escribas y de los doctores la aciaga semilla pálida de la envidia, Jesús —el Protagonista—, insuflado de divino Vigor, asume el Drama: "Buscáis a Jesús Nazareno. Yo soy." Prenden a la Víctima. Ya Dios es la Víctima... ¿Qué hará la multitud con este Reo recién estrenado? El simulacro del Proceso legal se enfatúa de énfasis declamatorio. El sumo sacerdote ha rasgado sus vestiduras poseído de "santa ira". Herodes, buen "psiquiatra", se ha alborozado ante la presencia de una inédita locura. ¿Qué resta para la condenación de Cristo? La elegancia, el "sprit" del Presidente romano, destila, no obstante, palabras de compasiva, displicente ironía... Que sea azotado el Hombre, que se humille al Rey con la desnudez, el oprobio y la sangre; que el pueblo se refocile con el infrecuente espectáculo de la flagelación de un profeta; que se gaste la "pólvora" del odio; que se "distraigan" los efectivos del crimen eh el escarceo de la befa, del ludibrio y del látigo. Luego —piensa Poncio Pilatos— las gargantas enloquecidas, exhaustas, habrán perdido "entusiasmo" y el clamor siniestro, el "tolle tolle", se debilitará, hasta perderse, como el retumbo de una tormenta que se aleja. Cree Pilatos que el drama va a terminar cuando sólo se ha formulado el preámbulo. Después él —el Presidente— se enfrentará con Él —el Cristo— y "no hallará en Jesús delito alguno". Pero como la condenación del Justo ha obtenido ya sanción, veredicto previo, en la conciencia de los sacerdotes y del pueblo, el representante de Roma hará ostensible una vez más su… "tolerancia". ("Tomadle; vuestro es; crucificadle." La "tolerancia" suele ser así.)
La Humildad.— Todas las virtudes pueden esplender; la humildad —tan mate siempre— nunca. Por eso, los hombres se "adornan", más o menos, cuando pueden, con las virtudes todas. Menos con la humildad. Es que la humildad "no viste". Tiene, eso sí, muchos sucedáneos, falsificaciones. Pero entonces la pretendida humildad empieza a... "realzar con encantadora modestia las excelentes dotes personales de..." ¡Fuera! Entonces es que no sirve. No; la humildad no puede realzar; sólo puede la humildad humillar. Por eso es tan dura. Porque carece de "páginas gloriosas". Porque su heroísmo no es para la perpetuación de los bronces, sino para el olvido del polvo. La humildad tiene una raíz teológica. En rigor, todas las desdichas del hombre arrancan de la soberbia, y el pecado de la soberbia ha de resarcirse suficientemente. La propiciación de Cristo acepta la humildad hasta sus últimas consecuencias. Hasta la de la miseria y la fealdad. Circunstancialmente, en los momentos de la Pasión, el rostro divino se oscurece de salivas, sangre y lodo. Hasta el punto de que su Faz repugna materialmente a los judíos. El "Ecce-Homo" que Pilatos muestra al pueblo no está nimbado de ninguna belleza, ni irradia fulgor alguno. El Varón de Dolores, según la cruda, casi tremendista, expresión del profeta, se asemeja a un gusano de la tierra... Y, sin embargo, Cristo, en el instante álgido de su humillación, exclama dirigiéndose al Presidente romano: "Tú lo has dicho. Yo soy Rey..." Rey, ¿de qué? Rey, ¿de quién? Rey de un Reino que no es de este mundo. Que no es del Tiempo, sino de la Eternidad... Es en la Eternidad donde se revela el "negativo" de la existencia temporal; donde el "cliché" de la existencia adquiere su precisa claridad de esencia; donde el que se humilla será ensalzado y el que se ensalza será humillado... No cabe duda de que, a través del frívolo prisma de la mediocridad humana, Cristo es un "exagerado" en la hora de su Humildad... (Se lo estamos diciendo a Él tácitamente a todas horas con nuestras humildades recortadas, casi bonitas; con nuestras humildades de laboratorio, casi académicas; con nuestras modestias de artificio, casi vanidosas: pesadas, medidas, contadas... e inauténticas.)
La Cruz a cuestas.— Ya Cristo aparece nada más que como un reo. Nada más. La estulticia de la gente que entiende sólo de oropeles externos, el ignaro sentido de la masa que juzga las categorías por las anécdotas y justiprecia al rey por la riqueza da la corona y al hombre por la orla dorada de su manto, no necesita otra cosa para arrojar el inmundo salivazo de su desdén sobre Jesús. Está en marcha la primera procesión —la original— del Nazareno. Está en marcha la Paciencia de Cristo. Todo es opaco, inicuo, pequeño en la procesión ribeteada de las risas de los "circunstantes". ¿Podrá el Reo con la Cruz ante el Calvario? El pueblo de Jerusalén se lo pregunta sin dolor, sin zozobra, frívolamente. Estas "pruebas" ofrecen, seguramente, un aspecto deportivo para el pueblo de Jerusalén... Pero Jesús no busca consuelo. Si los que van en la "procesión" le obsequian con el insulto, si los que la presencian le saludan con la mofa del escarnio o con la sonrisa de la ironía, Él se sabe consciente de la Cruz que el Padre le ha deparado. Y cuando las mujeres rompen en sollozos la fragilidad de sus corazones, cuando las lágrimas de aquellas infelices subrayan una vez más —definitiva vez ésta— el acierto intuitivo del sentimiento sabio remontando las geometrías vanas, de la "razón" de, los hombres. Él —el compadecido— compadece; Él, el llorado, exclama: "No lloréis por Mí, sino por vosotras y por vuestros hijos." Lo que no aciertan a ver ellos —actores o espectadores de la procesión cruenta de Jesús—, tras el “trompe d'oeil" violento de la calle de la Amargura, lo que no aciertan a advertir, es el alcance de la mirada dolorosamente serena de Cristo. Una mirada que calma el tumulto dionisíaco de los siglos y apacienta el tropel ciego de los rebaños sin ley. (Puede que el Reo desfallezca con el leño en la prueba. Pero el condenado por los hombres no cejará hasta dejar consumada su defensa de los hombres. Lo expresa la demanda al Amor de su mirada nazarena. ¡Ay de los hombres si esa mirada de Cristo no estuviese apelando siempre sobre los fallos de su misma Justicia!)
Las caídas.— La consigna está dada: hay que caminar sobre los guijarros, hay que caer de bruces, ¡caer! No pueden hacerse regates al sufrimiento. Cristo —se dice— es el Capitán, nuestro Capitán. Bien; pero no nos gusta esta palabra aplicada a Cristo. Nos gusta más la de Padre. Si el Padre camina hiriéndose en los guijarros, nosotros no tenemos derecho a la senda alfombrada. La versión cristiana del dolor no puede ser más cruda, pero no puede ser más gloriosa. Los "capitanes" de la filosofía habrían luego de contradecirla. Schopenhauer diría: "Vivir es querer y querer es sufrir." Es el pesimismo del dolor, del dolor consecuencia de la vida... El cristianismo —antes y después de Schopenhauer, naturalmente— nos exhorta al revés, vuelve la frase: sufrir es querer y querer es vivir. Es el optimismo de la Vida, de la vida consecuencia del dolor. La ecuación Voluntad-Dolor que se planteaba el filósofo queda resuelta al cambiar en mayúscula inicial minúscula de la "incógnita", de la vida. ¿Conduce la "vida" al dolor? No; es el dolor quien conduce a la "Vida": a la eterna... Por otra parte, quizá nuestro mundo, tan veloz, no comprende la lentitud, erizada de dificultades, del camino de Cristo hacia el Gólgota. Al mundo le interesa más correr que llegar. A la Verdad le importa llegar, le importa alcanzar, pero desdeña el correr. Es más: el mundo no corre para alcanzar una meta; más bien se inventa, se forja una meta para avanzar. En la ocasión de su Caída, el Cristo alza su rostro al Cielo. En esta elevación — elevación de la frente—, en el abatimiento; en este izarse de la mente sobre la derrota corporal, en este aliento de la plegaria sobre el sudor; en la perseverancia de la Voluntad —mástil indeclinable— ante las embestidas adversas, está el secreto de la Acción y da la Belleza. (Es la vorágine del Drama, rota a babor y estribor de la nave, abierto en vías de sangre el frágil esquife de su Cuerpo. Pero Jesús caído salva su Frente del naufragio. Y la dirige al Cielo en amorosa actitud oferente.)
La Expiración.— Llegado Jesús al Gólgota le despojan de sus vestiduras y la suerte de los dados decide el reparto. La pobre, única, herencia material del Justo se distribuye entre blasfemias. El va a morir en la indigencia infamante. Ni aun es dueño de su desnudez clavada, expuesta, dada en espectáculo al populacho de Jerusalén. Es la crisis suprema del Dios-Hombre, el ineluctable instante ominoso. ¿Qué oscuras perforaciones, qué pérfidos taladros, qué acerados dardos, qué invisibles angustias tenebrosas se abren paso hasta la ciudadela inexpugnable de la fortaleza del Alma de Cristo? Jesús ha perdonado a sus enemigos, ha prometido la bienaventuranza al buen ladrón, ha hablado a la Madre y al Discípulo; ha solicitado para sus fauces resecas la limosna del agua... Se han cumplido todas las Escrituras; está condonada la deuda, y el cáliz del Dolor perfecto apurado hasta las heces. Queda, no obstante, esta distensión lacerante, pungente, del minuto trascendental: queda el estertor de la Muerte en los confines mismos del Abandono del Padre, en la orfandad plena de su humanidad tremolada en el puente de la Redención, ante la borrasca infiel. "La unión (con el Padre) ni se había roto ni podía serlo —escribe el padre Didón—; de ella tenía Cristo conciencia, mas no la fruición beatificante; de ahí ese punzante gemido: "Padre. Padre, por qué me has abandonado..." Pero es en vano el asalto de la angustia a la ciudadela Inexpugnable del Santo Dios, del Santo Fuerte, del Santo Inmortal. Jesús vuelve a levantar el Rostro y la serenidad final derrama la paz sobre su arena: "Padre, en tus manos encomiendo mi Espíritu." (Llueve en el desierto... La Redención está hecha.) Ha terminado el Drama. Y la Naturaleza, conmovida en sus entrañas minerales —libertado el viento, rotas las riendas de la tempestad—, vibra en un espasmo de vida, en un aleteo de conciencia. Y los sepulcros abortan resurrecciones efímeras en presagio de la Resurrección. Y el trueno retumba en salvas horrísonas. Y la Historia se pueblo de un Suceso eterno... El Tiempo, ya, para siempre, estará sujeto a la hegemonía de este Momento. (Nada grande, nada decisivo va a pasar después de este Momento. Todo está consumado.)
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