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Uno no sabe si, alguna vez, se ha dicho de alguien que tiene un temperamento histórico. Yo no sé. El temperamento es hilaza ineluctable de la personalidad; es, parece, factor y producto biológico, mientras que la Historia se reputa, generalmente, como conocimiento que se acuesta sobre un pasado muerto. Pero ahí está; podemos extender sobre el pasado la mortaja de unos datos, de unas fechas, de unas cifras, de una erudición en fin. ¿Eso ya es Historia? Más raro y más difícil —y más humano— es cubrir con nuestro calor, con el entusiasmo propio, el cadáver del tiempo que se fue. Semejante el "gesto" de Eliseo —el profeta— con el hijo de la mujer sunamita... Esto rebasa el simple conocimiento frío. Esto ya es más que erudición: denota un temperamento. Entonces, el hombre que así comunica su ardor vital a la Historia, logrará reverdecerla, resucitarla. Entonces, el pasado, de recuerdo yacente que era se convierte en lección ejemplar y activa, demandadora de vida. Entonces el historiador no se nos presenta enlutado de memorias, de simples memorias, ni los anaqueles y estanterías del archivo simulan galerías de cementerio. Entonces la evocación no es muro de lamentaciones, sino basa, sillar o cimiento de sanas arquitecturas mentales.
Uno de los pocos hombres con vocación temperamental para la Historia fue don Natalio Rivas. Se cumple el 17 de enero el cuarto aniversario de su muerte. Era un hombre antiguo —no anticuado ni viejo, aunque sus noventa y tres años quisieran desmentirnos— entre nosotros. Dedicado a galvanizar las paralizadas ancas de toda una época reciente: la comprendida entre el reinado de Fernando VII y el de Alfonso XIII. Siempre, del inmenso arsenal de sus conocimientos históricos, don Natalio Rivas supo extraer sustancia viva. Académico de la Historia, tanto montan sus libros o sus anecdotarios impresos, como su conversación; tanto, su aptitud para el desempeño político (fue diputado por Orjiva, subsecretario de la Presidencia y ministro de Instrucción Pública), como sus dotes de hombre de mundo inmerso en la vida social. La función ejemplarizadora de don Natalio, a través de sus múltiples actividades, es la misma. En todo momento, la Historia se muestra presente —en presencia viva, no en ausencias de cuerpo presente— influyendo decisivamente sus hechos, su pluma, sus palabras. Así, gracias a él, el tiempo ido, amarillo de soles añejos, satinaba su faz y abrillantaba su eficacia hasta adquirir calidad de espejo. (Realmente es curioso, y yo no sé si se ha reparado en ello, el siglo XIX, tan historicista, sentía una inclinación muy sintomática hacia los espejos. Las grandes cornucopias son la apología del espejo; los cafés eran un dechado —o un tinglado— de lunas yuxtapuestas en insistente continuidad. ¿No será que Historia y espejo adolecen de una sutil semejanza? Es acusador el espejo, nunca adulador. Como la Historia. Rodearse de espejos, como rodearse de Historia, ¿supone el mismo afán de no querer engañarse?)
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Marañón escribió de don Natalio Ritas: "Para este hombre tan bueno, un simple conocido es ya un amigo; un amigo es un hermano". La cordialidad del académico, superior probablemente a toda ponderación, congregó durante muchos años, en su gabinete íntimo de Recoletos, 12, a las más destacadas personalidades de la Política, del Arte, de la Literatura, de la Tauromaquia. Su archivo histórico, que por disposición testamentaria pasó a engrosar el de la Real Academia de la Historia era, sin duda, una de las mejores fuentes para el conocimiento exacto de la época contemporánea. (No le iba a la zaga su archivo taurino, en poder ahora de don Juan Antonio Pastor Rivas). De estos papeles extrajo don Natalio la sutilísima esencia de sus libros; pero, no obstante, nada más disparatado que imaginarnos al autor de "Anecdotario", de "Biografía de Luis López Ballesteros, ministro de Hacienda de Fernando VII", de "Biografía de Sagasta", nada más lejos de la verdad, digo, que representárnoslo como al hombre inactual, libresco, enjaulado en sus propios conocimientos, ajeno al latido de su tiempo. Precisamente, los datos que nutrían sus escritos, eran, al mismo tiempo, pasto sabroso para el coloquio tertulial de sus adeptos. ¿Coloquio o monólogo...? Muchas veces —nos cuenta don Natalio Rivas Sabater, nieto del insigne académico— los contertulios del gabinete de Recoletos iban nada más que a oír. A oír a don Natalio. Él tenía el don maravilloso de saber acercar el pasado en proximidad "inminente", para remedio de la miopía de tantos hombres que creen, poco más o menos, que el mundo, de verdad, empieza con ellos, y que con ellos terminará.
Insistir acerca de los valores egregios del autor de "José María el Tempranillo. Historia de un bandido célebre” —estudio quizá poco conocido, pero interesantísimo, exhaustivo en las citas y prolijo hasta la minuciosidad— parece obvio. Periodista; además de historiador, escritor y político, colaborador frecuente de A B C y de "La Vanguardia", parecen inagotables las facetas de su personalidad polivalente. Sin embargo, resaltaba en don Natalio, asumiendo cualquier aspecto de su vida, un estilo humanísimo de amistad que se plasmaba en actitudes de flexible y elegante comprensión. Comprensión hacia los hombres y hacía las cosas de los hombres. Virtud rara. Parece que ha de ser norma del historiador, por el hecho de serlo, la comprensión. Porque el historiador dispone de una vista de largo alcance... No obstante hay historiadores —muchos— que lejos de escribir la Historia, hacen "su" Historia; ganados por el prejuicio, por la parcialidad. Lástima que don Natalio Rivas no hubiese hecho el libro grande de la Historia contemporánea de España y que se limitara, como le reprochó cariñosamente don Gregorio Marañón, a los "anticipos". Pero de todas formas, ¡qué lección la suya! Escribiendo Historia, él —político— no hizo nunca política. El secreto del buen historiador es ése: la comprensión.
Pero, ¿cuál es el secreto de la comprensión? ¡Ah!, los hombres buenos como don Natalio Rivas deben de saberlo...
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